Lo encontré indefenso, arrumbado en la esquina de una casa señorial a orillas de la Plaza de Colón. Agonizaba en uno de esos salones concebidos para los bailes de máscaras y la firma de tratados internacionales. Un trozo de celo en el lomo le salvaba de la amputación de varias páginas. Olía a gloria, como sólo huelen los libros viejos a punto de extinguirse.

Pedí permiso para llevármelo. Me lo concedieron. Sonreí a un ministro de Alfonso XIII que, gesto severo y en óleo, me miraba desde la pared. El Político, de Azorín. Una primera edición, impresa a principios de siglo en la calle Arenal, junto a la Puerta del Sol. Qué Madrid aquel en cuyas plazas se fabricaban novelas en vez de trozos de pizza.

Tan dañado estaba el ejemplar que apenas podía manejarse. Se le caían los capítulos como los pétalos a las flores en el otoño. Había que encuadernarlo. Un amigo, dueño de anticuario, me puso en contacto con R. Fui citado en su taller al anochecer. Y me gustó. Porque íbamos a poner en jaque las vilezas de la sociedad contemporánea.

R abrió la puerta de su garaje, pasé dentro... y la cerró. Escudriñó mi rostro, asombrado de que un "joven" pagara dinero por salvar la vida de un libro. Antes, los clientes principales eran dos: las bibliotecas públicas y los viejos coleccionistas. Las primeras se han borrado porque el presupuesto -me dijo R- "ahora es para la digitalización". Y los segundos, en un ejercicio de honesta racionalidad, "encuadernan cada vez menos porque a casi nadie importa su legado".

Además, enterrarse rodeado de libros... no debe de ser muy cómodo, a no ser que se elijan aquellos de tapa mullida, casi acolchada, que apenas se editan porque "son muy caros".

R aprendió el oficio cuando era niño: "Las cosas no van bien, pero tengo el taller... ¿Para qué voy a cerrarlo?". Casi todas las empresas para las que trabajó R ya no existen. Es como el superviviente que regresa a la ciudad tras el terremoto.

Los trabajos que se hacen con las manos se tornan ruinosos con el paso del tiempo, pero se sostienen en vocaciones místicas, duras como la roca, blindadas frente al poder corrosivo del dinero.

El taller de R está lleno de vinilos. Los rescata cuando los ve tirados en los contenedores: "Ya no me caben... Pero, ¿qué quieres que haga? ¡Esto no puede perderse!".

R abrió un armario enorme y me mostró telas y pieles. Me dejó palparlas, mezclarlas unas con otras. Me explicó las propiedades de cada material. Que si los "nervios", que si en holandesa, que si "título y autor en el lomo"... ¡Ay, Azorín! Vaya tarde más ajetreada. Con lo que te gustaba sentarte, tranquilito y bajo tierra, a ver pasar el Metro.

R, a este libro, le pondría "un tono oscuro", "por ejemplo granate", y lo encuadernaría "en tela", que "te saldrá más barato y te aguantará muy bien". Como el cirujano que afronta una de sus últimas operaciones, lo cogió con las dos manos, lo acarició con las yemas de los dedos... y lo colocó sobre la mesa. En ese instante, en ese silencio, un hombre se reencontró con lo mejor de nuestras vidas: esas acciones pequeñas y concretas que redimen el universo.