En febrero de este año, el hombre había dejado de pagar el alquiler del piso en el que vivía. Los propietarios del inmueble, un matrimonio británico, intentaron ponerse en contacto con él, pero siempre tenía el teléfono apagado. Hablaron entonces con la inmobiliaria que localizó a un hermano del arrendatario. Fue él quien dijo que tal vez el hombre se había trasladado a una residencia de ancianos a la que llevaba tiempo queriendo mudarse.

Los dueños del piso dieron por buena la explicación y se resignaron al abrupto fin de una relación que hasta entonces había estado marcada por la formalidad y la cortesía. De vivir en España se habrían pasado por la casa para comprobar si su inquilino había dejado las cosas en su sitio, pero estaban en Inglaterra, así que no volvieron por sus posesiones hasta el mes de julio, y al entrar en el piso se encontraron con el cadáver del arrendatario.

La anécdota, terrible, me hace pensar en la historia del hombre al que en cinco meses nadie echó de menos. El hombre cuyo hermano despachó la falta de noticias con una hipótesis que no se molestó en comprobar, aunque vivía en el pueblo de al lado. El hombre que no tenía ningún amigo cercano preocupado por su falta de respuesta a llamadas o mensajes, ni ningún vecino extrañado de no cruzárselo en el portal durante semanas. El hombre que no frecuentaba una cafetería, que no tenía una tienda de referencia en donde alguien pudiese echarle de menos. El hombre cuya única prueba de ausencia era el impago de su piso a un matrimonio extranjero que fue quien encontró la macabra explicación de la morosidad sufrida.

Me pregunto qué tendría en la cabeza ese hombre cuya presencia nadie añoró en tantísimo tiempo. Si lamentaba su soledad, o si buscaba su aislamiento por propia y legítima decisión. Quiero pensar que ese hombre era una suerte de anacoreta de la edad moderna y andaba por la vida reivindicando el derecho a no relacionarse con nadie. Me gustaría creer eso, pero sé que me engaño a mí misma, porque muy probablemente ese pobre tipo se murió solo deseando haber muerto rodeado de gente que lo quisiera.

La soledad es el mal del siglo XXI, y aún no se ha inventado para ella vacuna o antídoto. Hace años vi una extraña película sobre un hombre que se dedicaba a pronunciar elogios fúnebres en las exequias de personas que carecían de familia y de amigos. Me pareció un gesto bonito, así que vayan estas líneas en modesto homenaje a ese hombre desconocido que murió sin que nadie, excepto sus acreedores, lo echasen de menos.