Por desgracia, Inés Arrimadas no será jamás la presidenta de la comunidad autonómica catalana. Mi tragedia es la de dos millones de ciudadanos catalanes constitucionalistas, pero también la de dos millones de catalanes separatistas que desconocen que lo más civilizador que podría ocurrirles tras la condena de Oriol Junqueras y sus cómplices a una o dos décadas de prisión es ser gobernados durante un periodo no inferior a tres o cuatro ciclos electorales por una jerezana emancipada de los complejos de inferioridad habituales en el noreste carlista español.

Está por ver, en cualquier caso, que los rehenes estuvieran dispuestos a largarse con quien ha llegado para rescatarlos de las manos del DAESH nacionalista. No sería la primera vez que un soldado debe dormir de una soberbia hostia al rehén y llevárselo a rastras ante su negativa a escapar del zulo en el que ha vivido durante tanto tiempo. El síndrome de Estocolmo es muy jodido y en Cataluña llega a cotas estupefacientes, como puede observarse en esos vídeos que corren por Youtube y que muestran docenas de escenificaciones separatistas a medio camino de lo truculento, lo sicalíptico y lo sonrojante.

Pero hemos de ser realistas. Ni el PSC ni los comunes de Ada Colau permitirán jamás que una Gemeinschaftsfremde, es decir una extraña a la comunidad histórica y cultural catalana, ponga en peligro el tapiz de racismo institucional, clericalismo gazmoño y corrupción atávica tejido a lo largo del último siglo por las cien familias de la burguesía cleptómana de la región. En la vieja masía pairal catalana los ventanucos no se han abierto jamás y no será una jerezana la que rompa la tradición y ventile la fétida atmósfera que los tontos útiles a la ultraderecha local confunden con “una sociedad sana”. Se masca un nuevo tripartito de ERC, PSC y los comunes de Podemos, y contra ese suicidio de la razón, Cs no puede hacer más que mirar. 

El dilema de Inés Arrimadas es obvio. Cataluña está políticamente calcinada y la mitad de sus ciudadanos ha decidido acampar extramuros de la realidad por tiempo indefinido. Culturalmente, Cataluña nunca ha sido rival para Andalucía, la región más fecunda de España, pero en las circunstancias actuales roza el coma profundo. Sus empresas languidecen por razones exclusivamente achacables al procés y la única de sus industrias que aún rinde ingentes beneficios, el turismo, anda amenazada por los luditas del tractor y su obsesión por expulsar de las calles a cualquier ilustrado con móvil y/o acento extranjero. 

Cataluña se le ha quedado pequeña a Inés Arrimadas y su permanencia en ella no tiene mayor sentido. Con un Parlamento cerrado a cal y canto por los partidos nacionalistas y la Generalidad convertida en un decorado de cartón piedra, Arrimadas sólo puede languidecer entre visita y visita a esas aldeas de la Cataluña profunda en las que suelen recibir a los políticos de Cs con las persianas bajadas y los más brutos de la villa fregona en ristre. Que no digo yo que la cosa no tenga potencial simbólico, pero… ¿de verdad es necesario gastar el as de Arrimadas en esa mano de medio pelo? 

Los tiempos políticos de 2019 no son los de 1980. Ni siquiera son ya los de 2010. Dentro de cuatro años, la coyuntura será otra. Con unas elecciones generales y unas europeas/autonómicas/municipales convocadas en pleno juicio a los líderes del golpe catalanista a la democracia, el panorama político es imprevisible y amenaza con demoler cualquier plan trazado a 20 de febrero de 2019. Como decía Mike Tyson, "todos mis rivales tienen un plan hasta que les suelto la primera hostia".

Si hay una mano ganadora en la política española actual, esa es la de Inés Arrimadas. Su aterrizaje en el Congreso de los Diputados permitiría ganar el centro y mitigar el impacto del marketing de Vox. Quizá incluso ganar la Moncloa para Cs. ¿Soy el único que cree que ha llegado la hora de que Arrimadas desembarque en Madrid?