Moby Dick apareció muerto hace dos días en Madrid -otra de esas patrañas poéticas que nos gustó creer durante unos minutos-, y ver en los periódicos las fotografías de la bestia marina rendida en el Manzanares fue un poco como poner a la sociedad frente a un espejo. La imagen era desasosegante: pura miseria occidental. Uno a veces es cadáver de cachalote, una suerte de animal inadaptado, exhausto de luchar en la basura, boqueante como un niño en el primer beso.

Uno a veces está incómodo y no es con el propio cuerpo, sino con lo que lo rodea, como si se hubiese equivocado de hábitat, o peor, de vida. Yo veo cachalotes en Madrid, los veo cada día creciendo rápido hacia la muerte, como fieras mitológicas agobiadas en el acuario, y no sé bien qué hacer por ellos ni por mí: ¿servirán las pastillas, los poemas, los paseos; servirá dejar una luz encendida al irse a la cama; servirán de algo los perfumes, los dildos, las películas francesas?

Recuerdo que en Big Fish decían que el pez más grande del río lo es porque no se deja atrapar. Se puede escapar del anzuelo, pero ¿se puede escapar del río? ¿Y si al llegar al océano tampoco basta? Es muy rara esa libertad. Sé que estamos buscando algo, como el mamífero muerto en la orilla; sé que estamos rascando paz en esta selva de bárbaros. Tengo alrededor un mosaico de seres brillantes y complejos; una colección de ciervos hermosos y abatidos: colegas sin corazón o con el artefacto roto, amigos neuróticos, frustrados, aburridos, insomnes, adictos, hipocondríacos. Los endeudados consigo mismos, los del pasado a medio desencriptar. Los que no dijeron nada o hablaron demasiado, los fóbicos a la soledad, los sobreanalíticos incapaces de amar en serio -porque el amor es de todo menos análisis-. Está claro: dios nos cría y nosotros nos juntamos. Vaya joyitas, señora: me los quitan de las manos. 

Mucha gente que quiero tiene pena y dudan si encomendarse al psicoanálisis, a la bebida, a Tinder o a los oráculos. Lo sabes cuando les preguntas dos veces: “¿Cómo estás?”. Dos veces, dos: a la primera la verdad nunca cae. La gente que quiero está hecha de muros. Siempre deseamos algo que está un poco más allá, pero a ver quién tiene pelotas de decirlo en este mundo que nos obliga a estar satisfechos, a danzar atractivos y eufóricos, y, por si esa tortura no fuese bastante, a fotografiarlo todo para dejar prueba de nuestra vacuidad.

Nos irrita, como a Pessoa, "la felicidad de todos esos hombres que no saben que son desgraciados". Nos enfadan los vegetativos, los que gozan de “la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta”. Estamos esperando que pase algo, pero a la vez nos dan pánico las sorpresas. Coleteamos como Moby, nos ponemos gafas de sol a lo Martirio y encendemos un cigarro en mitad del vendaval. Pero es verdad que, al menos varias veces al día, en medio de la confusión, los inadaptados compartimos un rato y nos descojonamos a boca abierta. Lo decía Foster Wallace: la ironía es una forma de sofisticación, y esto es La broma infinita. O el mismísimo Herman Melville: “No sé lo que pueda llegar, pero, sea lo que sea, iré hacia ello riéndome”. Háganle caso: él sabía de cachalotes.