Hubo un momento en el que llegué a perder la cuenta. Me refiero a la de los compañeros creadores que, sabedores de que en otra vida me había dedicado a la abogacía y la asesoría fiscal, me preguntaban sobre la conveniencia de tener una sociedad e interponerla a efectos de bajarse el tipo impositivo y deducirse una variedad de gastos. Que su asesor se lo había recomendado, decían. Que incluso les había dicho que todos lo hacían y que eso de tributar por el IRPF venía a ser cosa de pringados.

A todos les respondía lo mismo: que habiéndome estudiado en su día la ley del IRPF, y la Ley General Tributaria, y alguna otra, consideraba que interponer una sociedad mercantil para facturar actividades como la escritura de un libro en el que iban a poner su nombre o cualquier otra labor de carácter no sólo personal, sino personalísimo, era un fraude de ley notorio que no impediría que en caso de inspección les aplicaran la ley que trataban de eludir. Que por si les servía, a esa ley, la del IRPF, llevaba yo ateniéndome desde que empecé a cobrar por escribir, hace más de veinte años, y que a lo mejor no estaba de más que cambiaran de asesor y se buscaran uno que advirtiera de los riesgos a que se exponían siguiendo sus recomendaciones.

A unos cuantos los convencí, y me consta que prefirieron no hacer cosas raras y dejar que la naturaleza del hecho imponible, una renta obtenida por una persona física, les hiciera soportar el gravamen correspondiente, aunque podía llegar a resultar tan doloroso como para suponer que de lo que uno ganaba Hacienda se llevara más de lo que se llevaba uno. Algunos de ellos, como el que suscribe, han ingresado así en el erario público, a lo largo de su carrera, una cantidad muy superior a la que han logrado ahorrar del fruto de su trabajo. Puede discutirse si esto es justo, e incluso si la actual ley tributaria se ajusta a la realidad económica del trabajo creativo, sobre todo cuando la única norma que se introdujo en su día para tener en cuenta sus especificidades en el caso de los derechos de autor —el llamado 'decreto Balcells', concebido para la tributación de premios— ha sido objeto de una lectura tan restrictiva por la Agencia Tributaria que en la práctica lo hace inaplicable a cualquier supuesto real. Con todo, lo que la ley dice es lo que hay y vano es ignorarlo.

Ha sido el tiempo el que ha venido a mostrarnos, en este como en tantos otros asuntos, que ese "todos lo hacen" —diría que por ventura— ha dejado de ser un argumento válido para saltarse las reglas. Lo que ha de hacerse es lo que ha de hacerse, aunque pese y duela, y si uno lo ve injusto debe argumentar fundadamente contra ello y tratar de cambiarlo. El remedio tan español de la infracción en manada, que acaba penalizando a quien asume sus obligaciones y premiando a quien las esquiva, ha dejado de estar de moda, por la elevada factura que puede acabarles pasando a aquellos que echan mano de él. Y quienes en otra época éramos señalados como tontos tenemos de pronto la sensación de que no lo fuimos tanto. Un alivio, la verdad.