Pocos documentos se han publicado en los últimos tiempos tan pedagógicos como la carta manuscrita —con sus renglones torcidos, en inclinación ascendente— por la que el ex conseller de Interior Joaquim Forn presentaba esta semana su renuncia al escaño en el Parlament de Cataluña. Con esta misiva, escrita en prisión —de ahí el formato—, Forn justificaba su decisión en la voluntad de no representar un obstáculo para su formación política, pero también en que esta y sus planes, potencialmente abocados a un nuevo desafío al Estado, no le supusieran un impedimento a él mismo en el empeño principal que le ocupa como individuo: recobrar la libertad, a cuyo efecto ha ofrecido en el Tribunal Supremo garantías de comportamiento al margen de cualquier aventura que choque con la legalidad vigente.

En el contenido y el tono del mensaje se deja ver la experiencia que Forn ha vivido en primera persona, y que le ha hecho comprender algo que, de haber sabido antes, seguramente le habría aconsejado no conducirse como se condujo. No es lo mismo desafiar al Estado, al calor de un arrebato de emoción colectiva y en la creencia de que el rival no va a tener la fuerza necesaria para responder al desafío, que haber constatado, en la soledad de una celda, el poder y el peso de ese mismo Estado al que en mala hora se dio en subestimar. Para cometer el delito, por ahora todavía presunto, uno se vio acompañado por una masa entusiasta, embriagadora. Para pagarlo, uno se ve solo, con su conciencia y sus temores; y en muy poco alivia esa carga la leve solidaridad de los discursos y los lacitos amarillos.

Si algo ha demostrado el procés, y en particular a sus impulsores y a quienes puedan abrigar veleidades similares, es que el Estado español, ese gigante invisible y silente, tan invisible y silente que a menudo diríase que no está ahí, existe y de qué manera; con una capacidad de respuesta, si no ágil, ni siempre acertada, sí vigorosa y eficaz; o al menos lo suficiente como para reducir a ceniza cualquier empeño por doblegarlo que no exhiba una determinación y una voluntad de sacrificio que resulta notorio que el independentismo catalán no ha desarrollado.

Días atrás le escuchaba comentar a un alto funcionario del Estado que a ellos mismos, a sus servidores, les había sorprendido la aptitud para sobreponerse y prevalecer de esa máquina lenta y aparatosa en la que trabajan. No son ellos los únicos que se han visto sobrecogidos por la demostración de reciedumbre provocada por la actuación irresponsable de Puigdemont y los que aún perseveran en secundarle. De lo sucedido han tomado nota muchos de los que en algún momento han jugado a hacer de menos al Estado, y también quienes desde dentro de él no lo vieron lo bastante sólido como para ponerlos en su sitio. Nadie desea quedarse a solas y cara a cara con el Leviatán.