Camilo José Cela hizo suya la antigua máxima de 'el que resiste, gana'. Tanto fue así que la mandó tallar en la portada de su casa (ahora una impresionante casa-museo) en Iria Flavia. Se trata de un lema idóneo para escritores inmersos en el solitario desgaste que implica esta profesión, pero Cela intuía que también era aplicable a otros ámbitos.

Así se lo hizo saber a Felipe de Borbón, a quien ofreció aquella máxima como enseñanza vital en su discurso de aceptación del premio Príncipe de Asturias en 1987. Exactamente treinta años después, el destinatario de aquella enseñanza se dirigía a los españoles anunciando que quienes habían decidido resistir al nacionalismo no estarían solos. Y dos meses más tarde, las encuestas señalan que los apelados por Felipe incluso pueden ganar las elecciones en Cataluña.

Lo de que 'el que resiste, gana' se ha invocado en ocasiones en el análisis político, aunque siempre con relación a trayectorias individuales y con una leve connotación de mezquindad. Se ha utilizado, por ejemplo, para explicar las carreras políticas de Rajoy y de Pedro Sánchez, cifrando su éxito en la voluntad de sobrevivir a situaciones que habrían forzado la renuncia de líderes con mayor sentido de la responsabilidad.

Por otro lado, se entiende que su victoria implica la derrota de todos los demás; la de quienes aspiraban a ocupar su lugar y la de una ciudadanía condenada a sufrir dirigentes cuya mayor cualidad es la de atornillarse al sillón. Una vertiente especialmente triste de esta dinámica iluminaría, también, el caso de un Puigdemont cada vez más dispuesto a decir y hacer lo que sea con tal de que los suyos sigan siendo los amos de Cataluña.

Sin embargo, hay contextos en los que el lema adquiere algo más de nobleza. Por ejemplo, si lo aplicamos a todos aquellos que se negaron, durante la larga hegemonía catalanista instaurada por Pujol y ratificada en los tripartitos, a reconocerse en una ‘singularidad’ telúrica y oscurantista. O a quienes, a lo largo del procés, han debido aguantar pintadas, insultos y menosprecio de parte de quienes se creen mejores por ser más intolerantes. O a todos los que, a partir del 6 de septiembre, se negaron a ser extranjeros en su propio país, ni a transigir con la posverCat nacionalista. A quienes no necesitaron, en fin, las palabras de un rey para saber que tenían razón.

Aplicado a ellos, el lema celiano adquiere un cariz distinto que el que tiene en el contexto de Rajoy o de Sánchez. Porque no es lo mismo resistir cuando se dispone de un nutrido grupo de acólitos con quienes diseñar la estrategia de aguante, que cuando uno solo puede extraer fuerza de sus propias convicciones.

Por desgracia, cualquier victoria de estas personas en las elecciones catalanas estará acotada por las derrotas. Como la derrota que supone que cientos de miles de ciudadanos sigan recompensando la tramposa lógica del independentismo con su voto. O la derrota que supondrá la constatación definitiva de que Colau e Iglesias, y el sector de la izquierda sociológica que representan, siempre preferirán llegar a acuerdos con el independentismo a hacerlo con el constitucionalismo. Por no hablar de la derrota que implica que el PSC continúe tentado por su particular versión del lema celiano: 'el que cede, gana'.

Pero, a pesar de todo esto, el lema de marras tiene dos virtudes. Por un lado, que es una máxima tan válida para el 21D como para todo lo que vendrá después. Y, por otro lado, que se le puede dar la vuelta: si es cierto que quien resiste gana, también lo es que ganar ayuda a seguir resistiendo.