Escribo esto el martes 10 de octubre de 2017 en el AVE que me lleva de vuelta a Barcelona. Faltan aún unas horas para que el presidente Puigdemont anuncie la independencia de Cataluña o lo que sea que vaya a anunciar haciendo gala de su innegable talento para la irresponsabilidad, así que todo lo que escriba a partir de ahora puede quedar superado por los acontecimientos pronto. Pero así son las horas límite de entrega.

Hace sólo unas horas que he salido de la tertulia de Federico Jiménez Losantos en esRadio. Vuelvo a mi ciudad bastante antes de lo habitual para no dejar sola a mi pareja, que no es de Barcelona, que cree que los catalanes nos hemos vuelto locos y que tiene un razonable miedo a lo que pueda ocurrir hoy aquí. Para alguien de fuera de Cataluña como ella, los motivos del supuesto agravio catalán son un misterio encerrado en un enigma. “Tú no puedes entenderlo” le dicen los catalanes agraviados. “Son muchos años, siglos incluso, de humillaciones” rematan.

Alguna vez la he visto saltar frente a la imprecisión de los lloriqueos de gente que habla de afrentas que se remontan a 1714 mientras vive confortablemente instalada en la burguesía más mullida posible según todos los estándares de 2017, pero son momentos excepcionales en el sentido de raros. La chica es manchega y suele llevar la procesión por dentro y con dignidad. Lleva años escuchando aquello de “yo soy catalán y no español porque tengo una cultura y una lengua diferentes a la tuya” y aún sigue buscándose las diferencias. Cada día se ausculta y se cuenta los dedos de las manos y de los pies, y aún no ha encontrado ninguna de ellas. La emocionalidad extrema y un tanto teatral de los catalanes la descoloca e intuyo que la considera una flojez de carácter, además de un rasgo de mala educación, por no decir una cursilada y un coñazo.

Hace tiempo entrevisté a un respetado prohombre catalán. Da igual su nombre y su ocupación porque su único interés a efectos de este artículo es como símbolo representativo de un momento (hoy) y un lugar (Cataluña). Basta con saber que se trata de uno de esos sabios autóctonos cuya opinión suele ser escuchada por estos lares como si descendiera de los mismísimos templos del Parnaso de las ideas.

El sabio me citó en su casa en la zona alta de Barcelona, es decir la más cara de toda la ciudad. A ojo de buen cubero dos, quizá tres millones de euros a precio de mercado actual. Una asistenta de un país que no citaré porque me llamarían racista pero en el que se habla español y que no es España aspiraba las inacabables alfombras en completo silencio. Un libro del siglo vayaustedasaberperodetrescientosañosnobaja descansaba sobre un atril y presidía un salón que destilaba atmósfera de sagrado mausoleo del saber.

Cuando le pregunté por las razones del eterno malestar catalán, el buen hombre me citó los habituales: los impuestos (como si los catalanes no pagaran exactamente los mismos que el resto de los españoles), los trenes catalanes de cercanías (un amigo de Jerez me dijo “pues que venga a ver los andaluces que se le pasará rápido la pena”) y los incumplimientos habituales del Gobierno español en materia de inversión (algo que le hará gracia a esas regiones españolas que sólo aparecen en los diarios cuando escriben una carta para recordar que existen).

El hombre recitaba la lista de las insoportables afrentas españolas desde el banco de un jardín más grande que el más grande de los apartamentos de mis amigos no catalanes y con vistas a un barrio tan rico que hasta puede permitirse el lujo de votar a la CUP, la CUP del corralito y el control del flujo de capitales, en porcentajes muy superiores a la media del resto de Cataluña. Me atrevo a aventurar también que la única ocasión en la que mi prohombre se cruza con el insoportable Estado español a lo largo de su año es cuando hace entrega en la sucursal bancaria de turno de su declaración de la renta. El resto del tiempo, España debe de ser para él apenas el lejano murmullo de un riachuelo localizado a seiscientos kilómetros de distancia.

Por supuesto, sus quejas eran manifiestamente absurdas y, a ratos, incluso ofensivas. Como las de un marqués arrugando el morro y quejándose frente al al último de sus mozos de cuadras de lo caliente que le han servido el té esa mañana. Dicho de otra manera. Yo hubiera podido aceptar una respuesta xenófoba pero sincera como “España me molesta estéticamente” pero jamás esa sarta de gimoteos injustificados que no resisten el más leve contacto con la realidad. Unos gimoteos que en unas horas se concretarán en el mayor ataque a la concordia y a la paz social que jamás se haya vivido en democracia en este país.

¿El independentismo? Flojez de carácter, mala educación, una cursilada y un coñazo. No busquen mucho más.