Mientras el país, como lo conocemos, amaga con romperse en la calle y en las instituciones, mientras en Barcelona y sus alrededores discuten si son catalanes o si son españoles, o si son las dos cosas, o quizá ninguna, en otros territorios ocurren cuestiones de máxima trascendencia.

México intenta no sucumbir a su última y muy desgraciada tragedia; el presidente de Estados Unidos, sin apenas erizar su imperturbable flequillo, amenaza a Corea del Norte con destruirla, y esta vez no lo hace en una pantalla alimentada por Twitter, sino en la ONU; allí mismo, en Nueva York, Rohani calificó de “ignorante” la retórica del “recién llegado” Trump, y si eso lo dice un máximo dirigente iraní el asunto no es cualquiera: el enfrentamiento puede crecer exponencialmente en semanas, lo hemos visto otras veces. Peor que todo esto, sin embargo, y tan agudo, es que, mientras el mundo mira a otra parte, la miseria en Siria no deja de sangrar.

Sobre lo que sucede en Raqqa, ese infierno, esta misma semana la editorial Kailas ha publicado un libro que aterraría a cualquiera, si no lo emocionara aún más. Los diarios de Raqqa explican por qué son necesarias las editoriales pequeñas y por qué editar libros minimiza, hasta ridiculizarlo, cualquier descalabro económico potencial que exija. Lo que ocurre en su interior, lo que cuenta Samer, te deja sin respiración, me confió el director adjunto de un diario. Lo peor de todo es que lo que acontece en Raqqa mientras escribo esto, mientras lees esto, mucho más que apabullante es cierto. Insoportablemente cierto.

Hay muchas razones para hacerse editor. Entretener a los demás puede ser una de ellas, pero no es suficiente, como muy bien señala Kathryn Bigelow, que no edita textos pero sí imágenes, y una cosa no es tan distinta de la otra. Conseguir que los lectores compren tus libros simplemente porque son tuyos, porque pertenecen a tu editorial, porque tú los ha elegido y mimado, es un sueño que solo Jorge Herralde, el alma de Anagrama desde 1969, y muy pocos más han logrado saborear.

Pero la mayor satisfacción, para mí, es la que se genera cuando un autor consigue abrumar a sus lectores con la realidad que éstos no quieren, no pueden, o eligen no ver mientras, asombrosamente, los acaricia con sus palabras. Cuando te sacuden para que pienses, cuando te agitan para que intervengas, cuando te reclaman para que influyas. Cuando alguien a quien ni siquiera conoces te extasía con su vida única, y te colma con su voz, también única.

Samer no existe, es el seudónimo de alguien que sí existe, y que ha vivido situaciones que habrían acabado en segundos con cualquiera de nosotros, felices y afortunadísimos ciudadanos del primer mundo.

Pero a Samer no es fácil derrotarlo. Ha vivido una tragedia permanente tan infausta que, si nos la mostrara Bigelow en una gran pantalla, quizá no la creeríamos. Eso lo ha hecho más fuerte aunque cada día acumule nuevas razones para dejar de creer en lejanos salvadores occidentales.

Su ciudad ha sido secuestrada por la violencia y por la ignorancia. Por el dolor de estos años imposibles. Poca esperanza le queda a Samer, pero aún conserva la suficiente para continuar peleando porque no se le extinga y se rinda.

Nuestro país no ha sido exactamente secuestrado en estos tumultuosos días, pero sí se asemeja a un envejecido corredor exhausto que lucha para concluir esta maratón como sea, aunque sienta cómo las piernas se le acalambran hasta límites intolerables. Pero sigue, y sigue, sabiendo que está agotado, como también lo está el sistema autonómico vigente.

Procedería analizar si puede seguir corriendo maratones; sería imprescindible, también, al comprobar que cientos de miles de personas desean tumbarlo, y otros tantos defenderlo, reflexionar sobre cómo transformar un rumbo agotado y con un final anunciado, antes o después, en otro enérgico y evolucionado, que sirva para afrontar nuevos tiempos.

Samer nunca se va a rendir, eso es seguro. Ojalá que la democracia tampoco lo haga.