La mente humana es poderosa. Gracias a ella, podemos ver lo que no existe, situarnos donde no estamos, proyectarnos a lo que aún no es o ya pasó. Con la mente puedo hacerme hitita, marciano o meterme en el discurrir de una inteligencia artificial aún no desarrollada. Gracias a la mente, muchas personas viven ya en la República Catalana. Incluso lo ponen en su perfil de Twitter, integrándola olímpicamente en la Unión Europea, que ni la ha reconocido ni podría reconocerla hasta que España retirara el veto que vendría forzado por el burdo designio de los independentistas, ya declarado en su Llei de Transitorietat, de disponer, como cosa propia, de las leyes de nacionalidad, los derechos civiles y políticos y hasta la deuda pública de los españoles.

Sin embargo, hoy por hoy, y más allá de estas mentes entusiastas, la República Catalana es un ente imaginario. Nadie la ha reconocido, nadie fuera del independentismo la exige o la espera, nadie ha osado siquiera proclamarla, por mucho que se alardee de su inexorabilidad. Decía Cervantes que no es cosa fácil inflar un perro, y tampoco es cosa fácil hacer que exista un Estado. La mayoría de los que hay son el fruto de penosos y sangrientos procesos históricos, y los que se sostienen con un mínimo de dignidad, que no son tantos, el resultado de arduos equilibrios alimentados a lo largo del tiempo con el afán y la inteligencia de hombres y mujeres excepcionales, capaces de convencer no sólo a los suyos, sino a los demás, de que eso que proponen como una realidad merece ser tenido en cuenta.

Dicho lo anterior, esta semana los auspiciadores de esa entidad política aún confinada en los dominios de la imaginación han dado un paso que sí ha tenido efectos en el territorio de lo real. Con las esperpénticas sesiones de un Parlament que iba reescribiendo sobre la marcha y a la medida de una mayoría tiránica el orden del día, el reglamento y hasta el ordenamiento constitucional, se ha consumado la fractura de la sociedad catalana, en dos bloques antagónicos y hoy por hoy irreconciliables. Unos, los independentistas, ostentan (o detentan, por cómo ejercen) la mayoría, pero están solos con su convencimiento y la sugestión de su visión imaginaria. Otros, los que se ha dado en llamar arteramente unionistas o españolistas, y que de un modo más sencillo podríamos denominar españoles, sin más, se hallan en minoría en la cámara, pero tienen a su lado a los demás españoles, una antigua nación de cuarenta millones de personas con una cultura, una red de relaciones internacionales y un Estado de derecho existentes y razonablemente consolidados.

Lo malo de las fracturas es que conducen al enfrentamiento, y en este quien suele prevalecer es, lisa y llanamente, el más fuerte. Los independentistas, perdiendo las formas, han apostado por su imaginación, pese a su soledad. Es, cuando menos, un envite arriesgado, al que la Historia le dará la réplica. Y lo malo de la Historia es que rara vez se anda con contemplaciones.