Eso querían saber algunos seguidores del Real Madrid. Y se lo preguntaban en el Bernabéu, con una pancarta gigante, a los fans del Atlético, porque ellos no lo sabían. Los madridistas han derrotado a sus vecinos en dos finales de la Champions League, en 2014 y 2016, y querían, antes de la semifinal de este martes, saber qué se siente. Es posible que tuvieran curiosidad.

Resulta asombroso comprobar hasta dónde llega la pasión por el fútbol. Cómo amigos fraternales en cualquier otro entorno se cruzan en este mensajes hirientes. Con qué facilidad se rebasa la línea de la elegancia, y asoma el fanatismo. Cómo algunos pueden volverse absolutamente locos en teórica defensa de su equipo.

Esta misma semana una juez ha dejado en libertad provisional a Manuel H.P., seguidor del Betis, detenido tras agredir a un hombre en Bilbao horas antes del partido entre ambos equipos; lo acusa de un delito de incitación al odio, agravado por difusión en redes sociales.

¿Podríamos llegar a matar por nuestro equipo? El mes pasado unos ultras del Belgrano de Córdoba, Argentina, arrojaron a Emanuel Balbo, de 22 años, seguidor del Talleres, su eterno rival, al vacío desde la grada superior en el Estadio Mario Kempes. Y lo mataron.

Por supuesto, aunque en España hemos tenido casos de violencia máxima alrededor del fútbol, como el que acabó con la vida de Francisco J. Romero Taboada, Jimmy, el miembro de los Riazor Blues del Deportivo que murió tras una pelea con ultras atléticos, estamos afortunadamente muy lejos de lo que ocurre en el país de Messi como consecuencia del delirio de las barras bravas.

Sin embargo, aún así debemos estudiar por qué se ha futbolizado tanto nuestro país. Buena parte de la población vive adherida al fenómeno futbolístico, siguiéndolo a todas horas, o muchas de ellas, y otorgándole una trascendencia que resulta del todo llamativa.

Convendría saber por qué a tantas personas les parece tan crucial ganar. Por qué tantos otros viven la derrota como si fuera una humillación. Por qué una y otra cosa trascienden la competencia deportiva y se instalan en un lugar donde la pasión se queda corta para explicar los sentimientos que la acompañan.

El fútbol, sí, supera todas las expectativas. Y se convierte en un fenómeno masivo que concentra todos los intereses. Al revés que en otros deportes, en el campo de juego, muchos jugadores buscan ventaja engañando al árbitro, y no solo ofreciendo sus grandes habilidades futbolísticas. En la grada, a los aficionados lo que más les importa es ganar, y la mayoría pagaría un importe elevado, quizá cualquiera, para lograrlo.

Pero el precio es lo de menos: lo que importa es el tiempo. El tiempo es un regalo, como le dice él mismo al personaje de Will Smith en la película Collateral Beauty. Pero eso solo lo sabemos cuando ya se ha marchado o está a punto de hacerlo; como el del montañero Ueli Steck, que se ha consumido hace unos días tras solo cuatro décadas. En ellas, el alpinista suizo, poseedor de dos Piolet de oro, ha conseguido gestas que parecían imposibles.

Por eso, lo trascendente no es si el Atlético de Simeone se sacude su maldición merengue y remonta o no, sino cómo afrontamos con deportividad y elegancia esa posibilidad; y, sobre todo, qué hacemos con nuestro espacio temporal, el del partido, el de antes y el de después.

Y los sentimientos, también los sentimientos. Qué se siente. Yo no lo sé. Pero, si el karma funciona -y no lo quieran los dioses para los blancos-, tal vez algunos madridistas saciarán su curiosidad algún día averiguándolo por ellos mismos.