Anna Babenko y su familia.

Anna Babenko y su familia.

Europa

700.000 rusos abandonan su país: "Los que se han quedado también son víctimas de Putin"

Un año después del inicio de la contienda miles de personas han salido por miedo a que les afectaran los ataques o a ser reclutados.

22 febrero, 2023 02:35

Keith Gessen, periodista y escritor ruso, visitó Moscú en enero de 2022. Aún tiene lazos familiares en la ciudad y regresa de vez en cuando desde Nueva York, donde reside y da clases en la University of Columbia. Dice que la vio "muy bonita". Incluso demasiado. En esas antiguas y frías calles soviéticas se habían instalado locales modernos, cafeterías más propias de stories de Instagram que de asambleas del Politburó. Aun así, ese vasto territorio que abarca desde los límites de Europa hasta los confines de Asia seguía siendo para él "un país terrible", como el título de su primera novela, de corte autobiográfico.

Un país terrible por su aire represivo y su espíritu imperialista donde, a pesar de todo, era "inimaginable" un ataque como el del 24 de febrero. "Nadie sabía las intenciones de Putin, ni el propio ejército", resopla. Para Gessen, las maniobras bélicas de aquella madrugada fueron un punto de inflexión: ya entonces se sabía que Rusia era un país autoritario, pero también existían ciertas rencillas hacia la imagen que Occidente formulaba de esa gran patria. Después del intento de invasión de Ucrania, de aquella operación para "desnazificar" al país vecino y hermano de la URSS hasta hace tres décadas, la visión está justificada: "Ahora sí que se ha convertido en eso que la gente creía que era", anota el reportero de medios como The New Yorker.

Y no sólo piensa así este autor. Ha transcurrido casi un año y, aunque Gessen crea que "pase lo que pase, Rusia ya ha perdido", las cartas siguen sobre la mesa. Aumentan las víctimas, se intensifican los ataques en ciertas regiones y el desenlace no huele a inminente. El éxodo ucraniano a diferentes puntos de Europa se cifra en unos ocho millones de personas, aparte de quienes han tenido que trasladarse dentro de sus propias fronteras. Los denominados "desplazados internos", que superan el millón. Pero los efectos también empiezan a notarse en el seno de quien inició la contienda: hasta ahora, según datos de diversos organismos internacionales, unos 700.000 rusos han abandonado su tierra.

Han ido creciendo en oleadas. Hubo quienes decidieron partir desde el primer momento, sin aguardar a una solución rápida. El clima opresivo, la excesiva propaganda y la incomprensión de esa ofensiva a un lugar con raíces mutuas incitaron estas salidas. Luego se aceleraron por culpa de las leyes que endurecían cualquier manifestación o con el dominó económico que provocaron las sanciones. Y la última estocada la dio el anuncio de un reclutamiento masivo, el pasado mes de septiembre.

La incertidumbre se ha apoderado de los ciudadanos y muchos han optado por la huida. Una fuga que en algunos casos tiene tintes trepidantes, como la cinematográfica escapada de Maria Aliójina, componente del grupo punk Pussy Riot (tuvo que disfrazarse de repartidora), en otros es una emigración digital (hay profesionales que teletrabajan desde repúblicas exsoviéticas como Armenia o Georgia) y hay quien ha zarpado a geografías con otro idioma y otras costumbres, sin nada en la mochila.

Bajo estos parámetros, EL ESPAÑOL ha hablado con algunas protagonistas de esta evasión. Los ejemplos recabados son familias enteras que han agarrado sus pertenencias y se han marchado. Con mayor o menor premura, pero sin billete de vuelta. Hablan las mujeres, prefiriendo mostrar su postura y proteger la de sus parejas. En algunos casos hay silencios, omisiones de datos, por seguridad. En otros, la convicción de sus ideales las empuja a mandar fotos, exponiendo sus rostros y hasta portando pancartas de desacuerdo. Su mensaje coincide: los rusos que han decidido irse no quieren tener nada que ver con esa incursión bélica de sus dirigentes y mucho menos participar en cualquier aspecto que tenga que ver con esta "locura", como la definen.

"No quiero que mis impuestos financien la guerra de Putin", dice sin ambages Anna Babenko desde Acre, localidad del norte de Israel. A sus 31 años, junto a su marido - Alexey, de 41- y su niño -Kay, de tres-, está a punto de cumplir el primer aniversario en este país de Oriente Próximo. "Nos fuimos de vacaciones a Bulgaria y una mañana, al despertarnos, Rusia estaba en Guerra. Teníamos todo en Moscú, pero decidimos irnos", explica. La primera parada fue Moldavia, un ínterin fácil debido a la nacionalidad de sus ancestros. Gestionaron todo para que ni siquiera tuvieran que acercarse a su casa. "A través del móvil, vi cómo me ayudaban a sacar cosas y mandar tres maletas. Habíamos publicado opiniones en contra del Kremlin en redes sociales y ya por eso podíamos ir presos, así que nos mudamos directamente", comenta.

Anna Babenko, bajando del avión con su familia.

Anna Babenko, bajando del avión con su familia.

Para Babenko no era la primera migración: en su adolescencia se había instalado en Moscú desde Moldavia. "Entonces había mucha pobreza y fue complicado, así que me veía capaz de empezar de nuevo", indica. Después de ver cómo en su país no había futuro ni para ellos ni para su hijo, adivina las primeras palabras en hebreo de su hijo: "Ahora le veo sonreír. Hemos adoptado un perro y él está sano. Además, por primera vez desde que nos fuimos, hemos ido a coger flores a la montaña. Y eso es algo especial".

Todos los emigrados que conoce de Rusia están en una especie de "asimilación", analiza Anna Babenko. Y, aunque para ellos la situación ha sido "menos dura" por la posibilidad de mantener sus trabajos creativos, prestan atención a cualquier noticia: "Aconsejo a mis padres y mis amigos. Putin está quemando toda la cultura de los rusos y, lo que es más terrible, la gente está muriendo por él. Nunca lo entendí y sigo sin entenderlo. He necesitado ir al psicólogo para estabilizar mi cabeza y estar bien delante de mi hijo. Pero aún me cuesta pensar que después de esto no haya una rebelión, aunque sé que es muy arriesgado. Los que se han quedado en Rusia son víctimas. Y nosotros también".

En Israel también está María. Con su pareja, su gato y un hijo de cinco años. Otro hijo tiene 22 años y se quedó en Rusia. Llevan desde mayo de 2022. "Yo soy diseñadora gráfica y trabajaba de consultora a jornada parcial. Y mi marido es judío así que sabía que podíamos venir sin tantos inconvenientes. Pero mi vida allí, con mis parientes cerca, era maravillosa", rememora. En cuanto observaron las primeras jornadas de guerra, dejaron todo en una casa de campo: no había vuelta atrás. "A nuestro alrededor decían que Ucrania se rendiría pronto. Algunos siguen pensándolo, no sé por qué. Nosotros no creíamos eso ni lo queríamos, así que nos fuimos. Lo que más nos costó fue sacar los papeles del gato", ríe.

"Aquí, en Israel, he conocido a mucha gente de Ucrania, aparte de los amigos que ya tenía de allá. Y he visto lo que significa esta guerra para ellos. Intento ayudarles como puedo, porque me siento culpable. Sé que no es así, pero no lo puedo evitar y es horrible", confiesa. María espera que Rusia se declare culpable y ponga los nombres precisos a las cosas: que es una guerra, no una "operación especial", y que pida perdón a la gente. "Me gustaría que todo acabara y que la vida fuera mejor. Está en manos de un hombre: Putin", arguye quien aún lucha por que su hermano salga antes de ser enviado a las trincheras.

Maria y su familia.

Maria y su familia.

Otros en esta misma coyuntura son Polina Golnik, de 32 años, y su esposo, Timofey Yarovikov, de 39 y originario de Mogilev, en Bielorrusia. Ella es de Voronezh, en la frontera. "Durante muchos años tuvimos una posición muy abierta y transparente sobre lo que estaba pasando en nuestros países. Protestamos sin fisuras. Pero nunca creímos que Putin atacaría", adelanta Golnik, que tiene grabado ese 24 de febrero: "Me quedé en shock. Nuestra ciudad está pegada a Ucrania y mientras yo dormía con mi hijo Erol, de apenas un año, mi marido escuchó cómo rugían los aviones".

Miró la prensa al amanecer, los canales de Telegram, las historias de sus colegas en otros puntos del país, y entendió al instante que debían escapar. "Permanecí muda unos minutos y luego lloré y grité. Después de un par de horas, llamé a mi madre para que se quedara con el bebé y mi esposo y yo fuimos a sacar dinero, comprar pañales, medicinas importantes para la familia, etcétera", detalla sobre aquel día que aún recuerda con absoluta nitidez. Públicamente opuestos al régimen del Kremlin, no esperaban que los ucranianos resistieran tanto, fueran tan "fantásticamente fuertes".

Se decantaron también por Israel y tuvieron un viaje largo. Golnik evalúa su tiempo fuera como una victoria frente al odio. "En Rusia las escuelas son oscuras. Se les alecciona con mentiras terribles", denuncia, aclarando que por culpa de estos mensajes ha perdido más gente en estos meses que en toda su vida: "Nunca podría haber esperado que tantas personas importantes para mí resultaran ser fascistas. Esto es una catástrofe. Y lo que da miedo es que muchos de ellos son realmente buenos, pero están tan intoxicados por este veneno de la propaganda que han perdido su rostro humano y la capacidad de pensar", añade.

Golnik está contenta, al menos, de criar a su hijo en otro ambiente. "Es imposible quedarse en un país donde tendría que enseñarle que debía callar. 'No hables con nadie, no discutas, no reacciones'. No es algo muy positivo, pero es que es verdaderamente peligroso", comenta, poniendo como ejemplos la denuncia a un amigo músico por criticar a Putin desde el escenario del teatro de Vologda o la visita que tuvieron ellos en su apartamento por ser "enemigos del pueblo". 

Su compatriota Viktoriya Rarog, de 30 años, cambió su rumbó hasta Everán, la capital de Armenia. Es de Novosibirsk, en el centro de Siberia. Su vida, describe, era "muy cómoda". Con la guerra, se alteró: la empresa tecnológica donde trabajaba cerró y su marido fue despedido súbitamente. "Me comió el estrés. Tuve que ir a un profesional de salud mental y medicarme", confiesa. "Se desmanteló todo", resume. Hasta creó ciertos muros con sus allegados: "Algunos la apoyaban". Planificaron todo con calma, pero las circunstancias lo aceleraron abruptamente: "Al principio, vimos que teníamos que esperar hasta 2023 para organizarnos, porque nos hacía falta tiempo. Debíamos preparar documentos y buscar un sitio, pero en septiembre avisaron del reclutamiento especial y…", suspira.

Viktoriya reconoce que se asustaron. "No me imaginaba a mi marido yendo al frente, matando a alguien. Él se fue corriendo a Kazajistán y yo me quedé unas semanas hasta que vacié la casa, vendí algunas cosas, reciclé otras…", afirma. "Intentamos mantenernos como sea, pero nunca pensé que viviría fuera de Rusia", concede, revelando que llora a menudo. "Solo quiero la paz. No creo que pueda volver porque el Kremlin ha secuestrado el país, aunque tengo esperanza y sé que hay mucha gente en contra de esta masacre. Ahora lo que me preocupa es no formar parte de eso: estoy fuera, no tengo dinero ruso ni subvenciono esta guerra".

Viktoriya.

Viktoriya.

En esta misma hornada está Liubov, de la misma ciudad siberiana y de 32 años. Salió con su marido y su perro. El viaje fue una odisea: en cuanto los tanques entraron a Ucrania, su pareja exploró opciones laborales fuera. Ella es profesora freelance de chino e inglés, así que no tendría tantos problemas. La oportunidad les llegó en Tiflis, la capital de Georgia. Su pareja probó unos meses de estancia y en septiembre volvió. La idea era recoger todo y tirar en coche hacia ese nuevo porvenir. Justo les asaltó el anuncio institucional de ampliar las batallones de varones y el trayecto se convirtió en horas y horas de caravana, papeleo en aduanas y una llegada cargada de dudas.

"Nos consideramos afortunados y estamos felices por haber acabado aquí. La ciudad es bonita y la gente, a pesar de lo que hicieron los rusos con Georgia y lo que están haciendo con Ucrania, es muy amable y hospitalaria. No hemos tenido ninguna mala experiencia", agrega, tras relatar el interminable periplo. Lo que pensaban que iba a ser cuestión de horas, se ha estirado sin un horizonte claro: "Solo queremos que Ucrania resista. En Rusia se está haciendo un enorme ejercicio para adoctrinar, pero la población también se da cuenta de lo que ocurre y quiere la paz", arguye Luibov, que prefiere aparecer sin apellidos ni fotos: "Cualquier cosa puede jugar en tu contra", advierte.

Viktoriya sostiene una pancarta en contra de la guerra iniciada por Vladímir Putin.

Viktoriya sostiene una pancarta en contra de la guerra iniciada por Vladímir Putin.

Creencia en la que coincide Anastasia, una chica que tampoco quiere aportar más señas personales: "No soy tan valiente. Tengo una niña de siete años y si me pasara algo no la podría cuidar". "La privacidad y la intimidad no existen en Rusia", alega, "pensábamos que teníamos, pero se ha demostrado que no: los medios independientes han cerrado y la gente va presa". "Y han hecho una gran labor de propaganda: mi madre, que es de Donetsk, piensa de verdad que están desnazificando Ucrania, que están defendiéndose de una agresión. No se imagina a un soldado ruso matando inocentes. Le hablo de Bucha y dice que es un montaje de los países de Occidente. La campaña cada vez es más agresiva".

Anastasia vivía en Moscú y era empleada, con su marido, de una compañía de electrónica extranjera. Cerró y les despidieron. Mientras se planteaban qué hacer, llegaron los rumores de un cierre de fronteras y, en definitiva, "el pánico". Tuvieron suerte: la escasez de billetes la solucionaron con un paquete turístico a Aktau, un enclave kazajo en pleno mar Caspio. "Durante esos 10 días, solo buscábamos trabajo. Salió una oportunidad en Almaty", detalla. Se trasladaron inmediatamente a esta metrópoli, la más grande del país: "Se utiliza el ruso y hay escuelas en este idioma, así que era mejor para no añadir estrés".

"De momento estamos felices, pero extraño mucho mi hogar. Amo a mi Moscú, amo a mi país, pero no a los monstruos de Putin y sus compañeros criminales", lamenta. Anastasia no sabe cómo puede acabar esto: "Sólo sé que Putin perdió en cuanto sus tropas pasaron a Ucrania. Y rezo porque no use las armas nucleares", sentencia, en consonancia con Keith Gessen. "La cultura rusa, la política, el futuro de Rusia ya se ha desvanecido. No hay ningún tirón en la opinión pública, ni en lo social, ni en lo militar. Ya nadie puede deshacer lo hecho. Se ha demostrado que el presidente no tiene nada que ofrecer al mundo. Es una figura muerta", afirma el reportero.

Putin continuará, cavila el autor ruso,"como un zombi, degenerándose, distrayendo la realidad". Una realidad que se califica de locura en diferentes órbitas y que, como escribía la corresponsal Martha Gellhorn en 1939, forma parte de esa "enfermedad humana endémica" que es la guerra. Casi siempre, esgrimía la periodista estadounidense, por culpa de "un lunático y sus seguidores". "Solo los gobiernos preparan, declaran y llevan a cabo las guerras. No hay noticias de que hordas de ciudadanos decidan por sí mismas asaltar las sedes del Gobierno clamando en favor de la guerra. Antes de contraer la fiebre belicista deben ser infectadas de odio y temor. Se les debe inculcar que están amenazadas por el enemigo", analizaba desde Finlandia.

Lo atestiguan los miles de huidos, implorando que la historia deje de repetirse.