En los pasillos asépticos de los laboratorios, entre citómetros, centrífugas, papers con cientos de citas y la exigencia de resultados medibles, hay un murmullo que no siempre se escucha.
Es la voz de lo no cuantificable. La necesidad de decir lo que la ciencia, con su lenguaje preciso y limitado, no puede nombrar. Por eso, algunos científicos escribimos novelas.
Y no lo hacemos —como a veces se sugiere con una mueca de ironía— por aburrimiento, egolatría o por una necesidad fallida de notoriedad. Simplemente, para algunos, la ciencia no basta.
Porque hay silencios, intuiciones, emociones y dilemas humanos que no caben en una gráfica de barras ni en un protocolo de Western blot.
Escribir ficción se convierte, para nosotros, no en una huida, pero sí en una forma de volver. Nuestra particular manera de completar lo que la razón deja incompleto.
La historia de la ciencia está llena de mentes que buscaron otras formas de narrar. Primo Levi, químico de formación, escribió novelas, cuentos y memorias en las que la Segunda Guerra Mundial y la condición humana eran diseccionadas con una precisión que ninguna fórmula química podía alcanzar.
El físico Alan Lightman, autor de Einstein’s Dreams, fusionó la relatividad con la poesía en una novela que es, a la vez, una meditación sobre el tiempo y una caricia al alma.
Y Carl Sagan, aquel que enseñó a millones el lenguaje de las estrellas, escribió Contact, una novela que explora la posibilidad de vida extraterrestre, sí, pero sobre todo el sentido de la fe, la soledad y el anhelo de trascendencia.
Mas, no es necesario justificar, simplemente es así y punto. La escritura de ficción no contradice el método científico. Lo complementa. El científico que escribe no abandona la verdad; la busca en otro terreno. Porque no todo lo verdadero es absolutamente verificable hoy y ahora.
De hecho, hay verdades que laten en las contradicciones, en lo ambiguo, en lo simbólico. La novela permite decir "yo siento" donde el artículo científico sólo admite un calculado "nosotros observamos". Permite explorar hipótesis sin demostrar, sin probar, sin necesidad de replicabilidad. Permite, en suma, ser humano.
Sin embargo, la sociedad —incluso parte de la propia comunidad científica— mira con recelo esta doble vocación.
Hay quien piensa que el científico novelista está perdiendo el tiempo, que ese impulso creativo lo distrae de lo importante. Otros sospechan de su rigor, como si escribir ficción fuera sinónimo de traicionar el método, de contaminarse de fantasía.
Se olvida que la imaginación fue siempre una herramienta esencial de la ciencia. ¿O acaso no fue una ficción mental la que llevó a Einstein a imaginar que cabalgaba sobre un rayo de luz?
En tiempos donde la especialización lo devora todo, escribir ficción es también un acto de rebeldía. Frente al lenguaje técnico, la novela ofrece metáforas. Frente a los índices de impacto, nos proporciona un golpe emocional.
Frente a la productividad, nos brinda profundidad. El científico que escribe no renuncia a la ciencia, la humaniza. La vuelve porosa. Le añade piel.
Para muchos de nosotros, escribir es una forma de procesar lo que vemos. Un inmunólogo que estudia la metástasis —y contempla, día tras día, la muerte bajo el microscopio— necesita a veces contar una historia para no endurecerse.
Para seguir sintiendo. Para seguir vivo. La novela actúa como catarsis, como puente, como memoria y a veces como redención. No es un capricho, es una necesidad.
Por eso no debe sorprender que en los últimos años haya una creciente oleada de científicos que publicamos novelas. Algunos lo hacen con seudónimo, avergonzados del juicio académico.
Otros, entre los que me incluyo, lo declaramos abiertamente, reclamando el derecho a la complejidad. Porque no se puede reducir al científico a su bata.
Porque también ama, también duda, también necesita inventar mundos paralelos donde encontrar respuestas que en esta dimensión aún están por aparecer.
Escribir ficción no resta a la ciencia; suma. Enriquece. Expande. Muchos de los grandes avances científicos nacieron de preguntas que primero fueron filosóficas o poéticas. El genoma, las galaxias, la conciencia… todo eso alguna vez fue sólo una intuición sin pruebas. La novela permite habitar ese espacio previo, donde todavía no hay certezas, pero ya se adivinan las luces.
En realidad, la sociedad debería cambiar la pregunta. En vez de interrogar por qué un científico escribe novelas, debería cuestionarse por qué no lo hacen más.
¡Qué mundo más rico tendríamos si los físicos se atrevieran a escribir sobre el vértigo de la gravedad, si los neurocientíficos nos contaran en forma de cuento cómo la sinapsis también puede explicar un amor perdido, si los biólogos nos hicieran sentir —a través de personajes— lo que realmente significa la simbiosis o la apoptosis!
Detrás del microscopio, hay un corazón que late. Y a veces, ese latido no cabe en un artículo con referencias en Vancouver. Necesita páginas en blanco, personajes que se desborden, metáforas que respiren.
El científico que escribe ficción no quiere dejar la ciencia. Quiere llevarla más allá. Donde duela. Donde abrace. Donde, por fin, revele algo más profundo que los datos: la historia humana detrás de cada hallazgo.
Quizá algún día entenderemos que escribir novelas es también una forma de hacer ciencia. Una ciencia que no busca probar, sino conmover.
No intenta explicar el mundo, sino habitarlo con más conciencia. Porque, en el fondo, toda buena novela es una hipótesis sobre lo que significa estar vivo. Y eso también merece ser investigado.
Por ello, sin un átomo de vergüenza, firmaré mi novela Narcisos en la Feria del Libro de Madrid. Allí estaré como escritor, como científico, como columnista y como crítico… todo en uno y sin renunciar a nada.