En Gijón hay un parque en lo que antes fue la Plaza de Europa: un oasis de tranquilidad verde en el corazón del tráfico gris; una ducha de agua fría en mitad del infierno. Cuando vuelvo a casa, siento la irresistible necesidad de recalar en él para descansar y reponer fuerzas antes de continuar el camino hacia mi Ítaca.
Sus hibiscos, árboles de Júpiter y laureles reales huelen a libertad y miran a Occidente, hacia los jardines de indianos del otro lado del Atlántico. Su estanque, en cambio, tiene reminiscencias orientales y recuerda aquel haiku que canta: "Un viejo estanque/ salta una rana ¡zas!/ chapaleteo". Los haikus, como los parques, hay que leerlos sin prisa, con detenimiento, degustando las palabras una a una, cerrando los ojos para imaginar la escena que describen y captar mejor su sabor. Una parte del poema describe lo ordinario y otra nos muestra lo inesperado. El haiku reproduce el gesto del niño que indica con su dedo y grita: "¡Ah!, ¡Mira aquello!".
En este parque, entre los árboles, se esconde lo inesperado: una vieja bandera de plástico grueso que dibuja un círculo de doce estrellas amarillas sobre fondo azul. La bandera, como nuestros valores y derechos, resiste el paso del tiempo y las inclemencias. Sus colores comienzan a palidecer y a duras penas se sostiene, desvencijada, sobre un par de argollas.
También la vieja Europa está desvencijada. El Papa Francisco la comparó con una mujer estéril, incapaz de tener hijos, pero que resiste porque tiene raíces sólidas y profundas. Esta anciana siempre ha demostrado, en los momentos más oscuros, que el espíritu europeo conserva una savia capaz de nutrir una ciudadanía con el poder de transcender los atávicos instintos del populismo autoritario.
La Europa que soñó Erasmo supone el triunfo de la razón, universal y justa, sobre las pasiones, egoístas y bárbaras; y por ello, sigue teniendo sentido enarbolar esta desvencijada bandera. Europa sigue y seguirá siendo un haiku por escribir, una sociedad abierta a lo inesperado. No es perfecta, pero sí perfectible y en ello reside precisamente su grandeza.
Si una sociedad es ilimitadamente tolerante, corre el riesgo de ser destruida por los intolerantes
Pero hoy, cuando los carros de combate rusos rugen en el limes de nuestro haiku, pensar Europa implica pensar la guerra. Nuestro poema más antiguo nos habla de ella. La primera palabra de la Ilíada es μῆνιρ, menis, "cólera", un sentimiento genuinamente humano provocado por la percepción de la injusticia. Quien ha leído a Homero sabe que, a veces, la defensa de la justicia, exige mancharse las manos en el barro de la trinchera.
No deberíamos pensar que las leyes que protegen nuestras libertades son naturales como la gravedad, que estuvieron ahí desde siempre y que permanecerán con nosotros para siempre. Todos los valores, libertades y derechos que hoy disfrutamos fueron conquistados a sangre y fuego, pueden ser destruidos como cualquier otra obra humana y, a veces, deben defenderse también a sangre y fuego.
La política de apaciguamiento, llevada a cabo por Chamberlain y otros líderes europeos durante la década de 1930, no detuvo a Hitler en su proyecto de cerrar la sociedad abierta. Todo lo contrario: Hitler la interpretó como un símbolo de debilidad y una invitación a traspasar el limes de la democracia liberal, entrando con sus soldados en Polonia con la misma impunidad con la que Putin ha entrado en Ucrania.
Si una sociedad es ilimitadamente tolerante, corre el riesgo de ser destruida por los intolerantes y por ello, ya Vegecio nos advertía "Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum". Cinco años después de la pandemia, sabemos que los aplausos y los arcoíris no curan, sino el presupuesto destinado a sanidad. Defender la democracia europea y evitar un conflicto armado también es cuestión de presupuesto y no de quitar el polvo a aquellos carteles de "no a la guerra".
Eduardo Infante (Huelva, 1977) es filósofo, ensayista y profesor. Entre sus últimos libros destacan Filosofía en la calle, No me tapes el sol y Aquiles en TikTok (Ariel).