Se me dan fatal los niños. Me asustan estos seres tan nuevos. Tantos secretos en sus ojos, tanta sabiduría aún por desplegar. Quizás, precisamente por eso, lo que más me interesa de estos duendes raros es qué películas han visto ya, qué cuentos les han contado, a qué libros se han aventurado.

Me emociona ese hilo firme que me une a ellos: la emoción de volver a sentir por primera vez algunas de las obras que quedaron grabadas a fuego en mi alma hace muchos años.

Así que, en las ocasiones raras en las que tengo que hablar con ellos, no les pregunto qué tal va el cole, sino si han visto ya La princesa prometida, Hook o E.T., si han leído a Roald Dahl o se han tragado con los ojos los dibujos electrizantes de Quentin Blake. El otro día una madre se adelantó a la respuesta de su cachorro y me respondió: “No, no le hemos puesto esa peli. Es que no la va a entender”.

La criatura en cuestión veía en su pantallita una animación sin gracia estética, plana, con bien de relleno pedagógico, que, por supuesto, comprendía perfectamente.

Volviendo a casa, recordé a una actriz de Hollywood que a principios de los 2000 causó gran polémica a raíz de un vídeo en el que masticaba la comida y se la ofrecía a su hijo en la boca, como un águila regurgitando en el buche de su polluelo.

Más tarde, dándole vueltas a la comida regurgitada, pensé en eso que todos sabemos: las obras que han provocado un cambio son precisamente las que se han salido del camino trazado. Pero, si la obra desafía la realidad en la que brota, es muy probable que, al mismo tiempo, supere la comprensión de los receptores.

Así ha sucedido históricamente: determinadas obras ponían todo patas arriba, empujando –y es importante este verbo concreto: empujar– así a las personas a ampliar su comprensión.

Somos lo que somos porque hubo un día en el que no comprendimos absolutamente nada. Y hubo que empujar

Y, por supuesto, de primeras no comprendían la novedad que se les ofrecía, se enfurruñaban ante lo que parecía obra del demonio (estoy pensando en esos primeros visionados del cinematógrafo: el público creyendo que iba a ser arrollado por ese tren que avanzaba hacia ellos en la pantalla).

Cuando hablo de incomprensible, no me refiero a uno de esos casos en los que el artista quiere arrebatarnos el significado, o, por torpeza, pone la zancadilla a su propia obra y la vuelve obtusa, sino de cuando somos incapaces, en un momento dado, de comprender el concepto que se nos ofrece. Y, entonces, empujamos. El cerebro empuja. Va más allá.

Decía Lucrecia Martel en una entrevista que cree que “estamos acostumbrados a viajar, a planear un itinerario, pero no a naufragar”. Y que, en su caso, trata de considerar el fracaso como una inesperada bendición. Es consciente de que lo ambiguo, lo no dicho, lo contradictorio, lo extrañado, es un terreno intermedio entre la devoción por llegar y el terror al naufragio.

Es en ese camino en el que Lucrecia Martel construye su trabajo, y yo me alegro de ahogarme en sus películas. Cuando logro salir del agua y respirar, sé que se debe a que previamente he aprendido a nadar en ese oleaje que le está siendo vetado a la infancia.

Hay tanto miedo a un naufragio prematuro que la odisea se vuelve un tour organizado en el que cada cabo está anudado firmemente. Los infantes o adolescentes están a salvo, por supuesto que están a salvo: ni siquiera llegan a salir del puerto.

Se les ha negado la experiencia del naufragio de la comprensión. Es decir, la del inicio de la aventura. Somos lo que somos porque hubo un día en el que no comprendimos absolutamente nada. Y hubo que empujar.