"¿Por qué la llaman cancelación cuando quieren decir crítica?”, se pregunta Gonzalo Torné en La cancelación y sus enemigos (Anagrama, 2022). Cada día escuchamos a quienes, en el avispero de Twitter, se quejan airadamente de haber sido “censurados” por opiniones con frecuencia discriminatorias o abusivas. Una cancelación practicada por instituciones privadas –la censura estatal es muy distinta– debido a la presión de esas audiencias a las que Torné llama, con grandilocuencia, emancipadas.

No deja de resultar paradójico que, en una era dominada por las fake news, los nuevos autoritarismos y una desigualdad rampante, estas voces prefieran alertarnos sobre esta aparente amenaza contra la libertad de expresión.

Desde que en 2020 un amplio grupo de intelectuales –de Noam Chomsky a J. K. Rowling, pasando por Martin Amis, Farid Zakaria, Enrique Krauze y Mario Vargas Llosa– publicase en Harper’s una altisonante Carta sobre la justicia y el debate abierto, los llamados a denunciar esas “actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias a favor de una conformidad ideológica”, no han cesado. Su blanco central es lo políticamente correcto, el término acuñado por la izquierda estadounidense de los setenta para paliar las desventajas de los grupos minoritarios en el discurso público.

Un ámbito más preocupante es la cancelación que no deriva de opiniones incorrectas, sino de conductas hoy juzgadas como inconvenientes o aberrantes

Desde que Allan Bloom publicara The Closing of the American Mind (1987) y el periodista ultraconservador Dinesh D’Souza escribiera Illiberal Education (1991), ha sido uno de los blancos favoritos de la derecha que, paradójicamente, ahora adoptan ciertos intelectuales que se proclaman de izquierda.

Suscrito desde entonces por escritores que no parecen haber sufrido ningún menoscabo en su libertad de expresión –cualquier empresa privada tiene derecho a fijar su propia línea editorial–, se trata de un alegato nostálgico por una época en la que gozaban de autoridad absoluta. A diferencia de ellos, las audiencias responsables de esa “cultura de la cancelación” carecen, en la mayor parte de los casos, de cualquier poder institucional. Se trata en especial de jóvenes hartos de que el clasismo, el racismo, la homofobia o la transfobia se hayan vuelto, de pronto, otra vez admisibles o cool.

Torné considera que el lado más inquietante del fenómeno se halla más bien en la “cancelación positiva” o la “cancelación interior”, es decir, en cómo algunos escritores se pliegan dócilmente a los parámetros de moda en aras de un éxito fácil o renuncian a algunos temas delicados ante el peligro de ser cancelados o criticados: en ambas situaciones, nos topamos con esos artistas advenedizos o timoratos que siempre han existido. La complejidad siempre será un valor escaso.

Un ámbito más preocupante, que Torné –y su coautora Clara Montsalvatges– dejan de lado, es la cancelación que no deriva de opiniones incorrectas, sino de las conductas tanto de autores contemporáneos como pretéritos que hoy son juzgadas inconvenientes o aberrantes, la cual abre un debate más amplio, estudiado con anterioridad en un ensayo más extenso y profundo de Gisèle Shapiro, titulado justamente ¿Se puede separar el autor de la obra? (Clave Intelectual, 2021).

En cualquier caso, parece cierto, como afirma Torné, que “nuestra época se define por una curiosa combinación: el artista es más libre que nunca” aunque “la presión pública también es más intensa que nunca”.

Jorge Volpi es ensayista y narrador. Desde febrero dirige el Centro de Estudios Mexicanos (CEM) en España de la Universidad Nacional Autónoma de México.