En su discurso de entrada en la Real Academia Española (“Sobre la dificultad de contar”, 2008), Javier Marías expuso con brillante agudeza su audaz teoría de que la narración realista de un suceso presenciado resulta siempre inexacta, pues todo testigo sostiene una visión parcial, sesgada y discutible, mientras que el novelista que inventa su relato viene a ofrecer una narración irrefutable. Porque, argumenta en su estupenda paradoja, el novelista nos cuenta “lo que no ha tenido lugar ni existido, lo inventado e imaginado, lo que no depende de ninguna verdad exterior. Sólo eso no es provisional ni parcial, sino completo y definitivo.”

Y concluye su alegato afirmando categóricamente que: “Pese a todas las dificultades, seguramente seamos (los novelistas) los únicos que podemos contar sin atenernos a nada y sin objeciones o cortapisas, o sin que nadie nos enmiende la plana o nos llame la atención y nos diga: No, esto no fue así.”

Un novelista puede iniciar su relato: “La familia Taeger …. empezó a derrumbarse en 1922, cuando vivía en Pittsburgh, Pennsylvania.” (Los dominios del lobo, 1971). Pero las novelas posteriores de Marías no ofrecen comienzos tan ingenuos, sino otros más intrigantes, donde no se declara de antemano quién cuenta la trama, lo que suscita la curiosidad del lector, invitado a adentrarse en el juego y compartir la perspectiva del narrador o narradores cuyo papel en la trama se descubre avanzado el relato.

Los lectores de Marías estamos acostumbrados a admirar su pericia y su astucia en la construcción de los relatos, con su espléndida prosa

Algunos ejemplos: “Suena música en mi casa durante todo el día, pero cuando desciende la noche, no puedo impedir que el lago…” (El siglo); “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas …entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa… y se buscó el corazón con la pistola de su propio padre…” (Corazón tan blanco); “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta en los brazos y que no verá más su rostro cuyo nombre recuerda”. (Mañana en la batalla piensa en mí); “La última vez que vi a Miguel Desvern fue también la última que lo vio su mujer, Luisa…” (Los enamoramientos). Como esas citas sugieren, los relatos novelescos que cuentan los sucesos en desorden cronológico y a través de personajes diversos nos trasmiten una frescura vivaz ausente en otras historias. Queda probado.

Los lectores de Marías estamos acostumbrados a admirar su pericia y su astucia en la construcción de los relatos, con su espléndida prosa y una admirable precisión en las descripciones psicológicas y afición a las intrigas detectivescas. Como se ha subrayado, tal vez puede rastrearse en sus tramas la influencia de grandes novelistas contemporáneos, casi todos de lengua inglesa.

Sin duda había aprendido mucho de autores como Faulkner, Conrad, Henry James, Joyce, Nabokov y Dinesen, y también de Sterne y Dickens, leídos o traducidos por él, influyentes en su narrativa, y en su elegancia británica, pero tenía también una fina ironía muy cervantina en su sentido del humor personal.

He mencionado aquí sólo novelas, pero quisiera subrayar cuánto he admirado su singular agudeza narrativa y su estilo tan afinado en textos más breves, como las biografías rápidas sobre escritores como Conrad, Faulkner, Joyce, Mann y otros, en los inolvidables ensayos de la revista Claves, recogidos en Vidas escritas y en Literatura y fantasma.

No sólo como un espléndido novelista, sino como un intelectual muy independiente, sensitivo y crítico, recordaremos siempre a Javier. Y también como un inolvidable amigo para quienes lo conocimos.

Amigos desde hacía décadas, Javier Marías y Carlos García Gual coincidieron en la Real Academia desde el ingreso del especialista en el mundo clásico en 2019.