Mi padre tiene los dedos gruesos como muñecas de niño. Huye de los teléfonos táctiles como de los cajeros automáticos. Siente que no están pensados para él. Prefiere conversar con el director o el cajero cuando es humano. Afirma que lo que quiere saber no es el saldo, sino preguntar por servicios que no comprende. Mi padre no conoce la palabra empatizar, pero sin saberla quiere que una persona empática le ayude. Porque todo pesar es menos abrumador y esquiva la tentación de humillar, si un humano te lo explica, si conociéndote te ayuda a comprender. Es un consuelo sentirse comprendido. Porque, ¿qué sosiego ante la angustia ofrece una tecnología de última generación al anciano que no sabe o no quiere usarla?

Tristes tiempos si ahora la pandemia comienza a usarse como excusa para restar servicios a la ciudadanía

Lo afirma alguien que adora las máquinas. Incapaz de moverme sin mi ordenador portátil, casi apéndice, que me comunica a la par que me iguala a los otros, cuando, conectada, me permite enfocar el rostro ajeno que a simple vista no veo, o amplificar palabras que sin pantallas que medien se me hacen solo murmullo. No le habla por tanto una ludita, sino alguien que cree que la tecnología debe ayudar y no controlar la vida, que no puede tener como fin último y prioritario el enriquecimiento de quien gestiona las máquinas; pasando por alto las necesidades empáticas de personas diversas que quedan paralizadas ante la radical, y no negociada, sustituciónde sus interlocutores humanos por máquinas o aplicaciones.

Si mi padre excluye estas tecnologías de su vida es porque estas tecnologías le excluyen. Y forma parte, junto a otros, de los daños colaterales del tecnocapitalismo. Expulsados, bajo la inhumana sentencia de que todo debe ir rápido. Antes y ahora el eufemismo o la palabra excusa era progreso, ahora también es pandemia. La realidad, sin embargo, tartamudea otras motivaciones y efectos: que las ganancias de esas empresas crezcan, que la desigualdad también. Menosprecian la empatía en favor de la eficacia. Una eficacia testada en jóvenes de aquí y ahora, ágiles, de dedos finos y miopías altas, viejos mañana. Eficacia: dícese de la consecución del logro deseado “sin distracción alguna”. Empatía: dícese de la “distracción humana y poco productiva” de querer entender al otro, ponerse en el lugar del otro. Cuidado, requiere más tiempo.

Tristes tiempos si ahora la pandemia comienza a usarse como excusa para tomar decisiones polémicas que reducen costes a quienes gestionan y restan servicios a la ciudadanía, bajo el argumento de mayor automatización y optimización. “Nos vamos porque la mayoría usa las aplicaciones móviles”. “Cerramos servicios médicos porque el pueblo es pequeño”. Primar los beneficios siempre perjudica al viejo, al pobre, al enfermo, al que usa transporte público. Las desigualdades normalizan un lado creciente de la humanidad que se enfría al tiempo que calentamos la máquina y pulsamos asterisco.

Es grande la tentación de delegar en las máquinas lo que más perturba o no resulta rentable, entre otras cosas, porque la máquina es indolente ante las quejas. No se inmuta ni entristece. La reclamación puede terminar con un “Inténtelo más tarde” mientras los asesores humanos, más precarios y con menos tiempo, se van alejando a otras ciudades, o al otro lado del teléfono, para terminar remitiendo al cajero automático o a la aplicación web donde están las respuestas, ¿acaso saben nuestras preguntas?

¿Se han fijado que cada vez más las masas somos atendidas y leídas por máquinas, mientras los más privilegiados son atendidos por humanos con tiempo? ¿Se imagina contar con un asesor que pacientemente le ayude a entender las cuentas, una doctora que pueda dedicarle tiempo y atención, un psicólogo que le escuche, una abogada que le oriente, mediadores capaces de empatizar y comprenderle? De esto trata el enfriamiento humano y no es ajeno al calentamiento planetario.