Económicamente España se encuentra entre las veinte primeras potencias del mundo. Militarmente nos movemos por detrás de la treintena. Culturalmente, ocupamos el puesto número cinco y, unidos a los países de habla española, disputamos la cabeza al mundo sajón.

Durante el siglo XX la pintura española instaló sus grandes nombres en la cúpula del arte mundial: Picasso, Miró, Dalí, Gris, Sorolla, Tàpies, Antonio López, Zuloaga, el grupo El Paso… En escultura brillaron los nombres de Chillida, Benlliure, Julio González, Ángel Ferrant, Ávalos, Juan Muñoz, Oteiza, Plensa, Chirino, Gargallo… En arquitectura asistimos al triunfo de Gaudí, Calatrava, Sert, Fisac, Moneo… En música, Plácido Domingo es el primer nombre de la entera historia musical española y sería absurdo olvidar a Falla, Albéniz, Turina, Rodrigo, Victoria de los Ángeles, Chapí, Halffter… En ciencia, destacaron Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Cabrera, Grisolía, Torres Quevedo, Margarita Salas… Y en literatura cinco Premios Nobel españoles –entre ellos los poetas Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre, además de Cela– y nombres como Federico García Lorca, Antonio Machado, Buero Vallejo, Miguel Delibes, Pío Baroja, Ana María Matute, Pérez de Ayala, Ortega y Gasset, Jorge Guillen, Unamuno… vertebran el medio siglo de oro de las letras españolas.

Nuestra política, tan áspera, tan roma, tan inepta demasiadas veces, tardó mucho tiempo en darse cuenta de la espléndida realidad que es la capacidad creadora española y hasta la Transición no se puso en marcha un Ministerio de Cultura. Un militar de gran talento literario, Charles De Gaulle, se dio cuenta de que la Francia decadente, que él encauzó en la V República, todavía era una potencia cultural y designó a André Malraux para que durante diez años pilotara el mundo de la inteligencia francesa, lo que hizo con enorme acierto. El autor de La condición humana fue periodista, novelista, crítico de arte, ensayista, director de cine, guionista, historiador… Durante varios años su relación con España es notoria y ahí está su romántico apoyo al desastre de la II República española. Con la Escuadrilla Malraux participó en la guerra incivil. Realizó, además, una película de la que Max Aub nos habló en la casa romana de Rafael Alberti en el Trastévere, película por cierto que el mariscal Pétain, embajador de la República francesa ante la corte del dictador Franco, contribuyó a que no se conociera en nuestro país.

Y bien. No se trata de encajar el Ministerio de Cultura, como complemento de segunda en el Gobierno. Se trata de que los altos responsables de la vida política española adquieran conciencia de que la cultura, vertebrada y engrandecida por el segundo idioma del mundo, con 580 millones de hispanohablantes, ocupe el lugar que le corresponde. El Ministerio de Cultura, sin adendas ni veladuras, exige un hombre –o una mujer– joven, eficaz, dispuesto a mantener a España en el lugar destacado, al que debe aspirar durante el siglo XXI, con máximo respeto a la libertad creadora y a su independencia, evitando que se fragilice si no recibe el impulso público necesario y merecido.

"La gloria de Francia –escribió André Malraux– ha sido escrita por nuestros artistas, nuestros científicos y nuestros literatos". Tal vez no esté de más recordar que el primer nombre de la Historia de España no es el de un Rey, un militar o un gobernante. El primer nombre es el de un escritor humilde que se llamó Miguel de Cervantes. Al Quijote por él creado se le conoce y admira en el último rincón del mundo.