Dos esclavas le ayudaron a ceñirse el strophium y la túnica antes de colocarse una espectacular palla de seda cárdena y pedrería verde a juego con sus ojos. Ella, Achantia, estaba herida de amor por Cinegio y él había descubierto “la atractiva profundidad” de la joven, “lo que nunca había visto y tanto esperaba”. Así que se perdieron en los largos paseos, las apretadas manos, el amor profundo y sosegado. Se celebró la boda y Cinegio partió a sus guerras en el Rhin, el Ródano, el Danubio, África, Britania, Persia. Achantia estaba segura de que el enamorado regresaría, pero “¿no se habría olvidado ya su adorado Cinegio de aquel capricho arropándose en los brazos de cualquier otra?”.

Volver a Carranque (La Esfera) es una novela histórica ciertamente extraordinaria que pasea al lector por el poco conocido siglo IV. Con una prosa clara y transparente, Bernabé Mohedano ha puesto un espejo delante de la oscura época en la que el Imperio Romano llegaba a su fin. Constantino había trasladado la capital a Constantinopla, la antigua Bizancio, la ciudad que fundó el rey Bizar, siglos antes del nacimiento de Cristo. Y en ella Teodosio, el emperador al que servía Cinegio, terminó dividiendo en dos el Imperio romano.

El autor descarga un formidable equipaje cultural y escribe sobre los alimentos que se consumían, sobre las prácticas religiosas de un cristianismo en apogeo, sobre las guerras en Volubilis, en Antioquía, en Lambaesis y en cien plazas distintas. Se refiere también a los hechiceros, los brujos, el frío “como una enorme mortaja empapada”, el cristianismo niceno, las mezquitas convertidas en iglesias, los amores desbocados, las pasiones, los celos, las traiciones… Todo desfila por la novela de Mohedano que mantiene el interés sin que decaiga en una sola página del entero relato.

Desfilan por la novela Prisciliano, Ambrosio, Dámaso y también Hipatia, la mujer filósofa y matemática que asombró en la Edad Media

La historia, “testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, que escribió Cervantes, se convierte en Volver a Carranque en la “novela inmortal” a la que se refería Anatole France, a la que Cicerón consideró “luz de la verdad y maestra de la vida”. Y sobre la orgía de los más varios personajes destaca Achantia. La mujer audaz e inteligente se adentra con ramalazos feministas en el árido siglo IV de nuestra era: “¿Es que las mujeres no podemos discutir las escrituras igual que los hombres hacen?”. Soporta, en fin, la mujer las ausencias del marido y las borracheras del suegro.

Desmenuza el autor los traumas de Cinegio, que en su adolescencia quiso convertirse en gladiador, y Clinio le insultó en el atrio de su casa: “¿Pelear en la arena? ¿Convertirte en gladiador? ¿No se te ocurre nada más bajo? Ladrón, violador, sicario, esclavo, sepulturero, galeote, tahúr, eunuco, incluso ramera. ¿A algo más mezquino aspiras?” Achantia supo siempre controlar al esposo traumatizado, aunque sufrió profundamente en sus dos embarazos frustrados y luego con su hija Julia que nació muerta. Finalmente, la familia fue bendecida con descendencia.

Cinegio “comprendió que no existe mayor enemigo para el hombre que su conciencia, ni forma más poderosa de demostrar el amor por otro que hacerlo en silencio, sin palabras, regalos ni promesas vacías”. A su emperador le explica que los nombres de las constelaciones proceden del Argo, el barco con el que Jasón marchó a recuperar el Vellocino de Oro. Y a Achantia, su esposa, cuando el infarto le quiebra la vida, le pide el regreso a Hispania, a su villa de Carranque, en Toledo. Así que la viuda emprende el largo camino desde Constantinopla para cumplir con la voluntad del esposo muerto.

Es el año 389. Desfilan por la novela Prisciliano, Ambrosio, Dámaso y también Hipatia, la mujer filósofa y matemática que asombró en la Edad Media. Entre todos ellos, Materno Cinegio, mano derecha del emperador Teodosio, ejerció influencia decisiva en el siglo IV. Era cojo y no demasiado agraciado físicamente. Pero cumplió su promesa de esposo, en su regreso a Carranque: “Te juro que aquí descansaremos juntos para siempre”, porque al decir de San Agustín “la medida del amor es el amor sin medida”.