Image: La España del siglo XX de Santos Juliá

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Primera palabra

La España del siglo XX de Santos Juliá

29 octubre, 2010 00:00

No son pocas las cuestiones que quedan por debatir, no son pocos los interrogantes abiertos sin respuesta convincente. Introducir un siglo entero en un puñado de páginas deja muchos flancos al descubierto, de forma inevitable. Pero Hoy no es ayer, el gran libro de Santos Juliá, con todos los raspones que se quiera, presenta la historia española del siglo XX tal y como fue. Me ha impresionado el esfuerzo del historiador. Cada lector aportará sus matices, sus experiencias, pero el entendimiento de la España del siglo XX, si no se pierde la objetividad, es sustancialmente el que expresa Santos Juliá. Yo me siento muy cerca de él.

El desarrollo económico e industrial, y sobre todo el cultural, de la vida española en los primeros años de la pasada centuria, se vio fragilizado por la torpeza de Alfonso XIII al aceptar, contra la Constitución, la dictadura de Primo de Rivera. La Reina madre doña Cristina se dio cuenta en 1923, y así lo dijo, de que su hijo sería un Rey destronado. Había perdido el contacto con la intelectualidad, no había sido capaz de conectar con el socialismo emergente, se identificó con la dictadura de Primo de Rivera. Estaba perdido. Sin el cerebro y sin las manos de la nación, los éxitos de la dictadura eran sólo fuegos artificiales. La República, pues, como afirma Santos Juliá, no era prematura. Llegó cuando tenía que llegar a una España desarrollada y próspera en relación a las otras naciones europeas.

No se detiene Santos Juliá en algo para mí esencial. Si la República hubiera sido una forma de Estado de todos y para todos, como la Monarquía hoy, estaría todavía rigiéndonos. La República se convirtió, a pesar de Azaña, en una ideología revolucionaria que se deslizaba hacia la gran fascinación de la época: el comunismo. Frente a la dictadura del proletariado que llamaba a la puerta, se alzó la clase media para imponer su propia dictadura: el fascismo. Y ése fue el fondo de la guerra incivil que zarandeó a los españoles.

La interpretación que del franquismo hace Santos Juliá es especialmente sagaz. El fascismo triunfante tras la guerra incivil, es decir, la dictadura de la clase media, derivó enseguida hacia una dictadura militar pura y dura. Para Franco, España era un cuartel donde se atendía disciplinadamente el ordeno y mando del caudillo de la victoria. Las dictaduras son sólo los paréntesis de la historia y en los últimos años de Franco aquellos paréntesis se despejaban porque hervía el anhelo de libertad de las nuevas generaciones. Santos Juliá dibuja la Transición con pluma maestra y ensalza la habilidad de un político singular que, atribulado por el síndrome del falangismo y tal vez a causa de él, empujó al país en la sana dirección de la democracia pluralista.

Con Hoy no es ayer, Santos Juliá ha escrito una obra imprescindible, un libro profundo y sagaz, una versión madura y desapasionada de la reciente historia de España. No sé si su autor recibirá muchos parabienes por el gran trabajo realizado porque todavía hay generaciones enteras que caminan sobre el filo de la navaja de una época especialmente vidriosa, pero yo quiero dejar en esta página mi testimonio de admiración a un historiador riguroso y a una obra excepcional.

ZIGZAG

Espoleado por esta revista, hice cola en el Prado el jueves, antes de entrar en la Academia, y visité a Renoir. Se comprende la fascinación que este pintor ejerce sobre los aficionados a la pintura. La muestra del Prado le aleja del paisajismo impresionista y le independiza del movimiento que vertebra las postrimerías del siglo XIX, como superación de la endeble pintura histórica. Me gustaron poco sus admiradas bañistas rubenianas y mucho sus retratos, sus cebollas, sus peonías, las barcas lavadero y, sobre todo, el impresionante autorretrato de 1899. Sin negar un ápice la maestría de Renoir, conviene no olvidar que, en vida suya, Turner había anticipado ya el arte abstracto, el cubismo se abría paso a codazos y Picasso se movía entre las señoritas de Avignon, mientras Vlaminck deslumbraba a todos con las máscaras de la negritud.