Me gustan las citas célebres. Me gustan, sobre todo, las falsas citas célebres. Siempre he creído que en ellas, en todas esas palabras que Confucio o Napoleón o Winston Churchill nunca dijeron, se oculta alguna clase de verdad. Que deberíamos tomárnoslas más en serio, como nos tomamos en serio los lapsus en la consulta del psicoanalista.

Tal vez por eso me he aficionado a coleccionarlas, y a preguntarme quién y en qué circunstancias las inventó. A veces nacen de un malentendido, como ese “ladran, Sancho, señal que cabalgamos” que nunca encontraremos en el Quijote, sino en cierto poema de Goethe incorrectamente citado por Rubén Darío.

A veces son el producto de campañas propagandísticas que buscan hacer más inteligente o más carismático al personaje apropiado. A veces existen por amor a la síntesis: porque alguien se las arregló para resumir el pensamiento de un autor mejor que el autor mismo –“no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”, sentenció Voltaire más de un siglo después de su muerte–.

Y a veces, incluso, son algo así como una generosidad póstuma: porque ningún novelista que se precie habría dejado morir a Julio César sin antes poner en su boca alguna lapidaria sentencia –“Tú también, Bruto, hijo mío”– y qué es la Historia sino un relato que nos resistimos a considerar solo eso, un relato.

Pero, sobre todo, me gustan las citas apócrifas porque en ellas se borra toda frontera entre la realidad y la ficción. Pienso por ejemplo en María Antonieta: en el día en que el pueblo de París marchó hacia Versalles porque tenía hambre. Pues que coman pan, dicen que dijo la sorprendida reina. Pero no hay pan, Majestad. Pues entonces que coman pasteles, respondió con trágica ignorancia la María Antonieta frívola que todos conocemos.

En todas esas palabras que Confucio o Napoleón o Winston Churchill nunca dijeron se oculta alguna clase de verdad.

Solo que esa María Antonieta nunca existió: al parecer la frase llevaba ya circulando algunas décadas, e incluso había aparecido publicada en las Confesiones de Rousseau. ¿Pero qué es el hecho de que María Antonieta nunca dijera nada semejante comparado con el hecho de que el pueblo de París creyera que eso era precisamente lo que su reina pensaba de sus problemas?

Si la verdadera María Antonieta tenía o no una verdadera conciencia social es asunto de discusión entre sus biógrafos, pero se trata en último término de una curiosidad sin verdadera relevancia histórica: la reina que murió en la guillotina fue, precisamente, alguien lo bastante cruel o lo bastante estúpido para creer que el hambriento pueblo de París podía comer pasteles. A una María Antonieta distinta tal vez sí se le habría perdonado la vida.

A veces me pregunto qué frases falsas, qué citas célebremente inventadas atribuirán a nuestros contemporáneos las generaciones futuras. He llegado a creer que será en esas mentiras donde podrá comprenderse en plenitud el espíritu de nuestro tiempo. Es decir, que como sucede con la literatura, solo en la imaginación podrá encontrarse la semilla de cierta verdad.

Porque al fin y al cabo, qué es la realidad sino las ficciones con arreglo a las cuales vivimos. Ya se sabe que “una mentira contada mil veces se convierte en realidad”. Lo dijo Joseph Goebbels. Solo que no: no hay pruebas de que nunca dijera tal cosa. Al igual que su otra gran contribución al pensamiento –“Cada vez que oigo hablar de cultura, le quito el seguro a mi Browning”– se trata de una cita apócrifa.