Reconozco haber experimentado cierta desazón ante la forma más bien rutinaria con que fue tratada por la prensa cultural la inesperada muerte de José María Guelbenzu, el pasado 18 de julio. Hasta donde alcanza mi defectuoso radar periodístico, ningún escritor destacado, ningún crítico de postín (ni siquiera entre los pertenecientes a la incombustible gerontocracia del reseñismo peninsular, más o menos coetánea de Guelbenzu), ha rendido tributo a la memoria del escritor, fuera del siempre puntualísimo Juan Cruz, que le dedicó un cálido obituario.

Que me disculpen si me equivoco. Como sea, la desazón de la que hablo no tardó en disolverse ante lo que, bien considerado, se me impuso como una evidencia: hacía años que Guelbenzu había dejado de ser un escritor señero dentro del panorama de la narrativa española, en el que sin embargo había ocupado una posición muy destacada hasta bien entrada la década de los 90.

Escribo esto, que conste, lleno de afecto y de respeto por Guelbenzu, del que he sido lector y admirador. No me olvido de que, en una sonada encuesta publicada por El País en 1991, con motivo de que España fuera aquel año el país invitado en la Feria del Libro de Frankfurt, El río de la luna (1981) ocupaba el cuarto puesto en la lista de los quince mejores libros publicados en España desde el año 1975, por encima de Herrumbrosas lanzas, El testimonio de Yarfoz, Un día volveré, El metro de platino iridiado. Guelbenzu, por otro lado, se contaba entre los diez narradores españoles más votados en conjunto, por encima de los hermanos Goytisolo o de Sánchez Ferlosio.

Por aquellas fechas, quién lo duda, Guelbenzu se hallaba en la primera fila de la narrativa española. Destacaba entre los agentes de la importante ola renovadora –de sesgos experimentalistas y metaliterarios– que ya desde finales de los 60 pujaba por modernizar nuestra cultura.

La ambición y la seriedad de su empeño como novelista le procuró un bien ganado crédito que le permitió resistir, durante los 80, el embate arrollador del fenómeno etiquetado como “nueva narrativa española”, tan desentendido de los caminos abiertos en la década anterior. Todavía durante los 90 alcanzó a mantener el tipo, si bien con fortuna ya decreciente, buscando de forma cada vez más tentativa sintonizar con los tiempos.

Guelbenzu destacaba entre los agentes de la importante ola renovadora que ya desde finales de los 60 pujaba por modernizar nuestra cultura

A comienzos del nuevo siglo, entre el descreimiento y la fatiga, probó fortuna incursionando en el género de la novela negra o detectivesca y dando vida a un personaje recurrente: la jueza Mariana Marco.

Diríase que por entonces la trayectoria de Guelbenzu se desinfla a la vez que se bifurca en dos líneas narrativas: la que voluntariosamente persevera, sin demasiado aliento, en la exploración de sus obsesiones más personales, y la que, con aspiraciones más comerciales, trata de seducir y fidelizar a los lectores explotando la bonanza de la novela de género.

Su caso ofrece algunos paralelismos con un notable narrador irlandés de su misma generación, John Banville, quien, también a comienzos de los 2000, se inventó un alter ego, Benjamin Black, con el que sigue firmando novelas del género negro.

En las dos últimas décadas, Guelbenzu –cuya importante labor como editor merece una consideración aparte– constó sobre todo como eminente y fiable crítico literario, quizá la faceta en que más énfasis han puesto la mayoría de los obituarios.

El trato asiduo con los novelistas clásicos y la más selecta narrativa internacional –los campos en que ejerció su cultivado y siempre certero juicio– nutrió su inveterada pasión literaria y le ayudó a administrar sin dramatismo, resignadamente, el declive de su estrella, que era el de toda una práctica de la novela. También a mantener las distancias con el circo literario, observando con experto escepticismo la sucesión de modas y de bluffs sin dejar nunca de ejercitar su generosidad como lector.