Los perros ladran, la caravana pasa. El viejo proverbio sirve bien para ilustrar el bronco ruido con que la caverna cultural suele reaccionar a toda manifestación o intervención pública de Manuel Borja-Villel, exdirector del Museo Reina Sofía y figura señera en el escenario del arte contemporáneo, donde goza, para desesperación de sus perplejos e indignados detractores, de un amplio y bien consolidado prestigio internacional.

Tras su salida del Reina Sofía, Borja-Villel fue temporalmente “fichado” por la Generalitat de Catalunya como asesor de Cultura en el ámbito museístico. Una sorprendente y atrevida apuesta que dio lugar a toda clase de especulaciones, además de aprensiones y temores por parte del establishment directorial de los museos catalanes mismos.

Casi todos temían que Borja-Villel, investido de atribuciones muy borrosamente definidas, hiciera valer su poderoso ascendente intelectual y profesional para hacerles sombra o mangonearlos.

De ahí que en estos dos últimos años, en Cataluña, se haya creado en torno a su persona un expectante y cauteloso vacío, que él, ajeno a las intrigas y desentendido de las miserias que remueve la lucha por el escalafón, ha empleado discretamente para llenarlo con su única y más constante ambición: formular, ensayar y, en la medida de lo posible, impulsar –como ya hizo al frente del Reina Sofía– una propuesta museística de futuro, que supere y trascienda de una vez la vieja y ya caduca concepción decimonónica del museo patrimonial y enciclopédico.

Pronto finalizará el plazo de tres años que abarcaba el compromiso contraído con la Generalitat. Los jerarcas culturales de la comunidad respiran aliviados. Lejos de dar la batalla en el terreno que ellos esperaban –el del poder presupuestario y ejecutivo–, Borja-Villel ha optado por darla en el territorio que a él le interesa explorar: el de la discusión sobre qué funciones corresponde desempeñar a la institución museística en el marco de una sociedad que conoce profundas transformaciones de todo tipo, también en la que respecta a la idea que nos hacemos de la cultura y de sus usos.

Manuel Borja-Villel goza, para desesperación de sus perplejos e indignados detractores, de un amplio y bien consolidado prestigio internacional

La breve etapa de Borja-Villel como asesor cultural se ha jalonado estos días con la inauguración de la exigente y sensacional Fabular paisajes, exposición que podrá verse hasta el mes de octubre. Se trata de un ejercicio práctico y experimental de las ideas y propuestas volcadas en Museo habitado (2024-2026).

Bajo este título presentó Borja-Villel, al poco de su regreso a Barcelona (donde, antes de colocarse al frente del Reina Sofía, había dirigido la Fundación Tàpies y el MACBA), su programa de actuaciones destinadas a proponer un nuevo modelo de museo situado y social, es decir, atento a su propio entorno y convertido él mismo en un espacio no solo de disfrute estético sino también de comprensión de las tensiones que subyacen a toda creación artística (desde el presupuesto de que, como apuntara Walter Benjamin, “todo documento de cultura es un documento de barbarie”).

Fabular paisajes se despliega en dos sedes, una de ellas es el palacio Victoria Eugenia, en el recinto ferial de Barcelona, a los pies del MNAC (Museo Nacional de Arte de Catalunya), que tiene previsto ocupar este espacio para su próxima ampliación, con una inversión prevista de más de 120 millones de euros. Un presupuesto cien veces superior al empleado por Borja-Villel en una muestra a la vez utópica y subversiva que, “okupando” episódicamente ese mismo espacio, sirve –entre otras cosas– para cuestionar e impugnar de manera tácita el sentido de dicha ampliación y los criterios conforme a lo cuales se está planeando.

Borja-Villel polemiza así, crítica y constructivamente, con la institución misma que fue llamado a renovar, y a la que –frente al susto y la resistencia con que el tejido entero de la institucionalidad museística reacciona a su radicalidad– señala un rumbo y plantea alternativas. Esa es la función de la vanguardia.