Dos semanas atrás, en esta misma revista, Nuria Azancot publicó una pieza breve sobre tres novelas recientes, las tres escritas por mujeres, que tienen en común estar protagonizadas por “empleadas de servicio”, “asistentas” o cualquier otro nombre, más o menos adecuado, que se quiera dar a quienes antes recibían el hoy atronadoramente incorrecto nombre de “chachas” o “criadas”.

Ninguna de las tres novelas, a la luz de lo que sobre ellas decía Azancot, aborda frontalmente el tema de la “servidumbre”, vamos a llamarlo así. Pero el simple hecho de que sondeen, aunque con estrategias y propósitos muy distintos, la condición de quienes trabajan para otros realizando tareas que esos otros declinan hacer (ya sea para dedicarse a su propio trabajo, más productivo, o simplemente por preferir no hacerlas, debido a que son ingratas) reaviva una vieja curiosidad a la que llevo un montón de años dando vueltas sin encontrar nunca el momento de dedicarle la atención y el esfuerzo que reclama.

Me refiero precisamente al asunto de la servidumbre, sí, y al de su supervivencia no sólo en los muy numerosos trabajos todavía asociables a este concepto, sino en la mentalidad, en las actitudes y en las conductas de un amplísimo sector de la población.

Hace poco más de un siglo que en buena parte de Europa se produjo un fenómeno al que no me parece que se haya prestado la suficiente atención: la drástica y casi súbita reducción del enorme porcentaje de la población que pertenecía al “servicio” de las clases más acomodadas.

En solo dos generaciones, centenares de miles de “sirvientes” pasaron a trabajar en otros sectores, sin que se disolvieran igual de rápido los resortes mentales en que se sostenían las relaciones entre amo y criado.

Hace poco más de un siglo que se produjo la drástica y casi súbita reducción del enorme porcentaje de la población que pertenecía al "servicio"

Años atrás, desde aquí mismo, con motivo del estreno de la película Roma (2019), de Alfonso Cuarón, recordaba un pasaje de Semillas mágicas (2004), la última novela de V.S. Naipaul, en que su protagonista, Willie Chandran, es invitado por su amigo Roger a pasar un fin de semana en la mansión de un banquero.

Una vez allí, a los dos les asombra la magnificencia de la mansión, y especulan sobre la fortuna que ha de exigir mantenerla, con una numerosa servidumbre. Lo que les mueve a considerar la cuestión del “servicio, como se decía antes”.

“En cierta época eran gran parte de la población”, observa Roger.

“¿Qué fue de ellos?”, pregunta Willie.

Roger: “Una pregunta estupenda. Supongo que una respuesta será que se extinguieron. Pero esa no es la pregunta que has hecho. Sé a qué te refieres. Si lo preguntáramos con más frecuencia quizá empezáramos a comprender en qué clase de país vivimos. Ahora que lo pienso, no le he oído a nadie esa pregunta”.

Yo tampoco se la he oído a nadie. Ni he oído, por lo tanto, una respuesta satisfactoria. El mismo Naipaul apenas la sugiere, con discreta impertinencia. A sus ojos, el supuesto allanamiento social inducido por la democracia comercial y el aumento generalizado del nivel de vida camufla el hecho de que la clase de los criados se ha transformado pero no desaparecido. “De lo que podemos estar seguros es de que no los hemos perdido, de que aún siguen entre nosotros de distintas formas, con una cultura y unas actitudes de dependencia...”.

Algo que explicaría algunas cosas. Algunas anecdóticas, como, por ejemplo, esa existencia vicaria que procura la prensa del corazón y el tipo de mirada que alimenta el llamado chismorreo, tan deudora de la mirada del criado que oye a hurtadillas las conversaciones de los amos, que hace y deshace sus maletas, que abre sus cajones. Otras mucho más preocupantes, como la “servidumbre voluntaria” a la que cada vez parece mejor dispuesto un amplio sector de la sociedad.