Aunque la anécdota es conocida, dan ganas de contarla de nuevo. Lo hago al hilo del relato que hace de ella David Gilmour en El último Gatopardo (1988), su excelente biografía de Giuseppe di Lampedusa, publicada por Siruela en 1994 y hoy inencontrable.

En julio de 1954, en la pequeña localidad lombarda de San Pellegrino Terme, se organizaron unas jornadas tituladas “Novela y poesía de ayer y de hoy, encuentro de dos generaciones”. El apoyo de la editorial Mondadori contribuyó a que en ellas participara un buen número de escritores notables. La idea era que novelistas y poetas veteranos y ya consagrados presentaran cada uno a otro más joven, una voz nueva.

Entre los invitados estaba el poeta Eugenio Montale, de 62 años, todavía lejos de recibir el premio Nobel de Literatura en 1981. Cuando recibió la convocatoria, hacía poco que Montale había leído el poemario que desde Sicilia le había enviado un poeta desconocido, llamado Lucio Piccolo. El poemario le gustó, y se le ocurrió que su autor bien podía ser el poeta que él “apadrinara” en las jornadas.

La pareja de caballeros sicilianos ofrecía un aspecto insólito, anacrónico, casi carnavalesco, los dos vestidos con ropa pasada de moda

Cuál no sería su sorpresa cuando, semanas después, al encontrarse los dos en San Pellegrino, descubrió Montale que Lucio Piccolo era un barón siciliano apenas cinco años menor que él, que se presentó además en compañía de su primo, de la misma edad que Montale, y de un criado que los escoltaba.

Montale no sabía dónde meterse. Para colmo, Piccolo era un erudito, y le resultaba de lo más incómodo ejercer con él de “padrino”. La pareja de caballeros sicilianos ofrecía un aspecto insólito, anacrónico, casi carnavalesco, los dos vestidos con ropa pasada de moda y para nada veraniega. Ambos eran tímidos, corteses, torpes, circunspectos. Piccolo, de rostro feísimo, llevaba capa; su primo, sombrero y un sobretodo abotonado hasta el cuello. El novelista Giorgio Bassani, uno de los jóvenes apadrinados en las jornadas (otro de ellos era Italo Calvino), describió al primo como “un señor alto, corpulento, taciturno, pálido de cara”. Caminaba con bastón, y permaneció durante toda su estancia en San Pellegrino “silencioso siempre, siempre con el mismo gesto amargo en los labios”.

Se trataba, en efecto, de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa.

Entre las pocas palabras que intercambió Lampedusa con los asistentes a las jornadas se cuenta una extraña pregunta que hizo a Montale y al crítico Emilio Cecchi acerca de un oscuro escritor inglés: Martin Tupper. Al poco de regresar a Palermo, anotaría con ambigua jactancia de lector voraz: “Ahora estoy matemáticamente seguro de ser el único que lo ha leído en Italia”.

“Montale y Cecchi –escribía Lampedusa a un joven amigo– tienen el aire inconfundible de los que saben su propia importancia, el aire de los mariscales de Francia”.

El casi único contacto del príncipe con la sociedad literaria italiana no lo había impresionado. Lejos de eso, le inspiró la convicción de que él podía escribir tan buena prosa como cualquiera de los novelistas allí reunidos. Y luego estaba la sempiterna rivalidad entre los dos primos, repleta hasta entonces de pullas mutuas. Si Lucio había conseguido hacerse notar como poeta, ¿cómo no iba él a poder hacerlo como novelista?

Fue así como Lampedusa encontró por fin el estímulo para ponerse a escribir. Y lo que se puso a escribir fue El Gatopardo, novela que, para su decepción (y para humillación suya, frente a su primo), ningún editor quiso publicar mientras él vivió.

Una desdichada serie de malentendidos y destiempos conducen hasta la llamada que un amigo hizo a la princesa de Lampedusa el 3 de marzo de 1958, diciéndole que la editorial Feltrinelli estaba muy interesada en publicar la novela de su marido.

“¡Si hubiera llamado un año antes!”, se lamentó ella.

Lampedusa había fallecido el 23 de julio del año anterior.