El pasado 17 de mayo falleció en Buenos Aires Luis Chitarroni. La noticia apenas ha tenido eco en la prensa cultural española, que dos días después se volcaba en cubrir la muerte de Martin Amis. No hay ninguna injusticia en ello. Amis era un escritor de amplia proyección internacional. Chitarroni, editor, crítico y agitador cultural antes que narrador y ensayista, fue –en un sentido bastante específico– un importante constructor y catalizador del campo literario argentino, conocedor como pocos de la tradición y los entresijos de la cultura europea y anglosajona, pero interesado sobre todo en fecundar a través de ellas la imaginación y la literatura de su propio país y de su lengua.

Es comprensible, digo, que la prensa cultural española apenas se haya hecho eco de la muerte de Chitarroni. Desde esta orilla del Atlántico su huella apenas resulta apreciable. Y no solo porque ni sus artículos, ni sus ensayos, ni sus inclasificables artefactos narrativos han circulado por aquí; no solo porque muy pocas veces fuese atraído a España como profesor o conferenciante (¡y lo que nos perdimos con eso!); no solo porque el alcance de su extraordinario y generoso trabajo como editor y maestro de editores, movido por una decidida voluntad de intervención en un sistema literario que él mismo contribuyó a dinamizar, a renovar y a transformar, no llegara, ay, hasta aquí.

También porque la figura de Chitarroni es, en buena medida, intraducible para la cultura española; porque su “silueta” solo acierta a perfilarse sobre el trasfondo de una cultura –la argentina– que, infinitamente más cosmopolita y sofisticada que la nuestra, atravesada –y enriquecida– por tensiones completamente distintas, es capaz de generar figuras como la suya: una especie de Borges hipertrofiado, la utopía al fin cumplida del Lector Total.
Total y feliz, absolutamente feliz.

Todos los lectores de argentina comparten un luto transido de gratitud, de reconocimiento. Y cómo evocar la chisporroteante sabiduría de su conversación

–¿Serviría de algo, para que el lector español se hiciera una idea, decirle que Chitarroni podría ser el resultado de meter en una batidora los nombres de Aliocha Coll, Pere Gimferrer, Álvaro del Amo, Ramón Buenaventura y Luis Magrinyà?
–No. A quién se le ocurre.

Cuando visité por primera vez Buenos Aires, a comienzos de los 90, acababa de aparecer el primer libro de Chitarroni, Siluetas, una impagable colección de casi medio centenar de breves “siluetas” de escritores publicadas antes en la revista Babel. Me lo traje a España: era una verdadera cueva de Alí Babá para lectores ávidos. El único autor español comentado era Eduardo Mendoza, de quien destacaba Chitarroni su “apariencia resuelta de un agente de la Pinkerton”. El siguiente era Amis.

Muchos años después, el editor chileno Matías Rivas, que trabajó con él en Sudamericana, me encomendó la tarea de armar, en estrecha complicidad con Chitarroni, el que me parece que es su último libro: Pasado mañana (Ediciones Universidad Diego Portales, 2020), una miscelánea de intervenciones. Como el mismo Chitarroni dice en el prólogo, el trabajo de reunir y ordenar las piezas allí compiladas se asemejó “al de hacer una cama sobre la que se consumó una sucesión de orgías”. Imposible sugerir mejor la resaca de gozo que transmiten siempre sus textos, en los que destaca el nerviosismo de su estilo, esa dichosa renuncia a mantener el rumbo de unos argumentos distraídos siempre por los tesoros infinitos de su curiosidad y de su memoria.

Chitarroni ha muerto a los sesenta y cuatro años, menudo contratiempo. Revisen los obituarios publicados por la prensa cultural argentina: suman un emocionante mar de lágrimas, de risas recordadas. Todos los lectores del país comparten un luto transido de gratitud, de admiración, de reconocimiento. Y cómo evocar el humor y la sabiduría de su conversación, tan chisporroteante. Ni la más poderosa inteligencia artificial podrá nunca replicar, mucho menos combinar como él hacía, la fabulosa enciclopedia de su mente.