Sumido en cierto marasmo existencial y atenazado por las deudas, en 1984 Mario Levrero, que vivía en Montevideo, optó por aceptar una oferta de trabajo en Buenos Aires, adonde se trasladó en marzo del año siguiente. Permanecería en la ciudad cuatro años. Aquella iba a ser la única etapa de su vida en la que desempeñó un trabajo regular, asalariado, como jefe de redacción de dos revistas de pasatiempos y juegos para la mente: crucigramas y esas cosas, a las que Levrero mismo era muy aficionado.

Apenas llegado a Buenos Aires, se sintió poderosamente seducido por el ritmo frenético de la ciudad. “En los primeros tiempos –recordaría en una conversación con su amigo Elvio Gandolfo–, caminaba por Corrientes y se me llenaban los ojos de lágrimas de ver la vida bullendo, en movimiento”. En Buenos Aires, encima, Levrero gozaba de una incipiente reputación como escritor, cosa que no ocurría en Montevideo, cuya vida literaria era mucho más reducida. Así que, encantado, atendía a las llamadas de entrevistadores, a las invitaciones a asistir y a participar en actos culturales, en operaciones editoriales.

Relativamente pronto, sin embargo, comenzó a sentir que había vendido su alma al diablo, por así decirlo, y que al aceptar aquel trabajo había traicionado sus más profundas inclinaciones, asociadas siempre a la escritura en cuanto herramienta de búsqueda y de cultivo de su propio “espíritu”. En 1987 comenzaría una intensa correspondencia con Alicia Hoppe, su “doctora”, que vivía en Colonia y con la que terminaría embarcándose en una larga e importante relación sentimental.

Las cartas de Levrero a Alicia serán publicadas próximamente por Alfaguara Uruguay, bajo el título Cartas a la Princesa. Ya llegará el momento de prestarles atención específica, pues sin duda la merecen; aquí quiero recalar en una observación que hace Levrero en una de ellas, relativa al desencanto que experimenta hacia esa vida cultural que tanto le atrajo a su llegada a Buenos Aires.

“Mi último descubrimiento –escribe Levrero– es que aquí toda la cultura es neutralizada por el expediente de traducirla inmediatamente a información. No hay cultura; hay información, una información manejable racionalmente; pero el hecho cultural modificador no existe, no tiene entrada. No hay entrega. Se lee un libro y se va archivando como información, sin percibir el alma que escribe”.

“Mi descubrimiento –escribe Levrero– es que aquí toda la cultura es neutralizada por el expediente de traducirla a información. No hay cultura”

Poco después de escribir estas palabras, en junio de 1987, Levrero vuelve a insistir: “en Buenos Aires son refractarios a la cultura, y la neutralizan traduciéndola inmediatamente a información. La gente no absorbe, no se modifica, no ‘vive’ los hechos culturales; participa de ellos con mucho entusiasmo pero se pasan desplazándolos, ubicándolos en cierto archivo de la mente donde se clasifican pero al mismo se desactivan”.

A nadie que haya participado en la vida cultural ya sea de Buenos Aires o de cualquier otra ciudad de gran tamaño –pues, como el mismo Levrero advierte, el problema tiene que ver con las condiciones de la vida cultural en las grandes ciudades, no con Argentina propiamente–, puede resultarle extraña esta apreciación, por cándidos que se le antojen los términos en que se expresa.

Con tanto más motivo si, como escritor uruguayo, ha tenido oportunidad de contrastar su experiencia urbana, capitalina, con la actividad cultural de provincias, donde, como Levrero constata, “es mucho más fácil establecer un diálogo con la gente, hay más puntos de contacto, hay experiencias más fácilmente compartibles y mutuamente inteligibles”.

No se trata aquí de entonar el consabido menosprecio de corte y alabanza de aldea. Se trata, en todo caso, de repensar de una vez el sentido de lo que entendemos más comúnmente por hechos culturales, y de postular una refundación tanto de sus dinámicas –a menudo tediosas– como del rutinario consumo de que son objeto.