El título de esta columna es el mismo con que se tradujo en su día un extenso artículo de Hans Magnus Enzensberger publicado originalmente en diciembre de 1986. El artículo quedó recogido en la colección de ensayos titulada Mediocridad y delirio, que Anagrama publicó en español en 1991. Recuerdo haberlo leído no mucho después de esa fecha, cuando yo mismo llevaba un par de años dedicándome con más o menos asiduidad al ejercicio del reseñismo.

Recuerdo el malestar que el artículo me produjo, y que se superponía al que poco antes me había producido la lectura de Dirección única, de Walter Benjamin, donde se halla la célebre anotación en que dictamina aquello de: “Insensatos quienes lamentan la decadencia de la crítica, porque su hora sonó hace ya tiempo…”.

Corría el año 1926 cuando Benjamin escribió estas palabras. Sesenta años después, Enzensberger repetía el mismo diagnóstico, aderezándolo con argumentos aún más derrotistas.

Con ocasión de la muerte de Enzensberger, el pasado mes de noviembre, se me ocurrió releer aquel viejo texto que tanto me impactó en su día. Ahí seguía el diagnóstico aplastante: “Es obvio que el crítico ya no desempeña papel alguno. Puede que aquí y allá todavía nos topemos con algún rezagado, algún caballero de edad que ha logrado invernar en el rincón más oscuro de alguna emisora de radio o acaso en el lectorado de alguna editorial conservadora. Pero incluso si este fósil viviente fuera el máximo exponente de talento, discernimiento e integridad, antes de abrir la boca ya habría perdido algo: la autoridad, esta característica fundamental que había conquistado el crítico de la vieja escuela”.

Durante más de una década, muy joven aún, me desentendí de estas palabras y me empeñé en amagar, o al menos impostar, esa autoridad supuestamente perdida. Reflexioné mucho sobre la cuestión, y he seguido haciéndolo una vez abandonada la militancia como reseñista. Recurrí para ello al mismo Walter Benjamin de Dirección única que sin duda había inspirado a Enzensberger.

Las circunstancias entonces atisbadas no han cesado de consolidarse y se impone refundar el papel del crítico en función de ellas y de un elemento nuevo: las redes

En ese librito, Benjamin redefinía, con el estentóreo y belicoso lenguaje de los años 20, la condición que entonces le cumplía asumir al crítico. Decía acerca de él cosas como “El crítico es un estratega en el combate literario”, o como “Quien no pueda tomar partido debe callar”, o como “La verdadera polémica aborda un libro con la misma ternura con que un caníbal se guisa un lactante”.

¿Sirven estas consignas en la hora presente? Sospecho que solo en parte.

¿Sirve un diagnóstico tan pesimista y resignado como el Enzensberger en 1986? Solo en parte, a su vez.

Pues entretanto las circunstancias entonces atisbadas no han cesado de consolidarse y se impone refundar el papel del crítico en función de ellas y de un elemento enteramente nuevo, que ha servido de acelerador de esas mismas circunstancias: las redes, con la consiguiente desarticulación de la “opinión pública” que comporta la deconstrucción de ese “cuarto poder” que constituía la prensa periódica.

Pese a lo cual, la cuestión decisiva, por lo que a la crítica respecta, sigue siendo ese espinoso concepto, el de autoridad, que entretanto debe redefinirse desde su base, acaso permutándolo por otro no menos espinoso pero sin duda más vigente y que despierta menos aprensiones: el de influencia.

Se adopte uno u otro, resulta inesquivable planteárselo atendiendo a la nueva horizontalidad que emana de las redes y de la tendencia al plebiscitarismo que promueve la democracia comercial. Esa es la tarea que cumple a quien se plantea en la actualidad perseverar en el desacreditado papel del crítico. Pues no es del todo cierto que el crítico ya no desempeñe papel alguno. Lo que ocurre más bien es que ya no puede seguir desempeñando su viejo papel.