Ignacio-Echevarría

Ignacio-Echevarría

Mínima molestia

Receptividad

22 noviembre, 2021 09:27

Sexto Piso acaba de publicar el último libro de Vivian Gornick, Cuentas pendientes, que lleva por subtítulo Reflexiones de una lectora reincidente. Se trata de un puñado de breves y luminosos ensayos sobre la relectura que constituyen otros tantos ejercicios de introspección autobiográfica y de finísima crítica literaria. De hecho, Gornick propone una manera de hablar de los libros de que se ocupa que constituye a mis ojos todo un modelo a seguir. Si bien ha de ser difícil emular la manera tan accesible en que lo hace, su modo tan natural –tan encantador, también– de emplear un punto de vista personal que asume su propia vida como trasfondo, su propia edad como atalaya, su propia trayectoria de lectora como punto de referencia. Difícil, también, conseguir que los presupuestos abiertamente izquierdistas y feministas que determinan ese punto de vista resuenen en los textos de manera tan poco intimidante y doctrinaria, tan sensata y sosegada y amable, sin pizca de resentimiento ni de indignación. Lo mismo cabe decir de su condición de judía.

Creo que el buen crítico es el que reduce el margen de la posibilidad de que habla Gornick de minusvalorar un buen libro

Dejo a quien vaya a ocuparse de reseñar este libro la grata tarea de glosar sus muchos aciertos, empezando por ese modo tan certero y preciso que tiene Gornick de conceptualizar sus lecturas. Si bien estos ensayos discurren sobre apenas una docena de autores, algunos de ellos pocos conocidos, el efecto de conjunto es de una riqueza y de una amenidad sorprendentes, y muy grande el provecho y el placer que se saca de ellos. Aquí quiero fijarme solamente en el apunte con que abre un ensayo dedicado a dos libros que por mi parte no he leído, si bien me propongo hacerlo lo antes posible, pues ambos están traducidos y las recomendaciones de Gornick son contagiosas. Me refiero a Un mes en el campo, de James Lloyd Carr (Pre-Textos), y Regeneración, de Pat Barker (Galaxia Gutenberg).

Menciona Gornick a “una conocida crítica literaria” que, con ocasión de volver a leer un libro que había criticado ferozmente cinco años atrás, quedó asombrada de lo bueno que era. La única explicación que se daba ella misma para justificar su error de apreciación era suponer que la lectura debió de pillarla de mal humor, “o al menos de un humor poco receptivo”.

A lo que Gornick exclama: “¡Ah, la receptividad! También conocida como buena disposición. Responsable de toda conexión exitosa entre un libro y un lector –y en no menor medida entre las personas–, se trata del mayor de los misterios humanos: la buena disposición emocional, de la que depende en lo esencial la configuración de toda vida”.

Ya al final de su ensayo, después de asombrarse ella misma al considerar, tras releerlos, el modo tan miope en que juzgó en su día los dos libros sobre los que discurre, se estremece Gornick al pensar “en todos los buenos libros que no estaba de buen humor para comprender la primera vez que los leí y a los que nunca he vuelto”. A lo que añade: “No me importa que el hecho de haber leído sólo una vez un libro pueda haberme llevado a ensalzar una mediocridad –puedo vivir con ello–, pero al revés… Eso me oprime el corazón”.

Ignoro si Gornick ha practicado el reseñismo, si bien este libro suyo la acredita del mejor modo para ello. Hago aquí el ejercicio de proyectar esta consideración sobre quien –como yo mismo– sí lo ha hecho. Creo que todo crítico que se precie trabaja teniendo en cuenta la posibilidad de la que habla Gornick. Creo que el buen crítico es el que reduce el margen de esa posibilidad al máximo. Creo que, para conseguirlo, se empeña en neutralizar su estado de ánimo a fuerza de interponer entre él mismo y su lectura una distancia, y de –como pretendía Steiner– hacer esa distancia fértil y problemática.

Todo lo cual no lo blinda, sin duda, de cometer un error de juicio, que en efecto es mucho más reprobable cuando opera en un sentido negativo –es decir, destructivo–. Su única coartada, entonces, su único consuelo, es haber asumido el “humor” de su época, al que en definitiva se debe, y no al suyo propio. Tampoco al tibio, incierto humor de la posteridad.