IGNORANCIA. James Thurber cuenta que Harold Ross se acercó un día a la mesa de verificación de datos de The New Yorker y preguntó: "¿Moby Dick es el hombre o la ballena?". En Mis años con Ross (1959), Thurber insiste en la ignorancia de Ross, en su falta de lecturas, en su pésima ortografía

Harold Ross (1892-1951) fundó y editó el semanario The New Yorker junto con su primera esposa, la reportera feminista Jane Grant. Su primer número apareció el 21 de febrero de 1925, con la caricatura en portada de un dandi británico, al que llamaron Eustace Tilley, observando una mariposa con su monóculo. Javier Mariscal es uno de los cuatro ilustradores a los que la revista ha pedido este año un homenaje a esa portada.

Desde 1927, el escritor y dibujante satírico James Thurber (1894-1961), autor de La vida secreta de Walter Mitty (1939), trabajó durante veinticinco años codo a codo y bronca a bronca con Ross, en el número 25 de la calle 45 Oeste de Nueva York, y su libro, publicado ahora por Walden con prólogo de Rodrigo Fresán, recoge decenas de anécdotas de la increíble constelación de escritores y periodistas que hicieron la revista y traza tanto un retrato –entre despiadado, elogioso, envenenado y cariñoso– del editor como un autorretrato de sí mismo.

EXASPERANTE. Siempre molestando y atosigando, despreciando a sus colaboradores y, a la vez, preocupándose por ellos y cuidándolos como a niños, desastrado, misógino y cohibido con las mujeres, brusco, gruñón, objeto de chistes e imitaciones en la redacción, maniático, exasperante, ¿cómo pudo un hombre con tantas lagunas como Ross crear y dirigir la revista cultural más importante e influyente del siglo XX?

Estaba casado con el New Yorker, decía, trabajaba desde primera hora de la mañana hasta la noche y tenía vista de lince para elegir los mejores colaboradores, los mejores temas, las mejores historias. Fanático de la precisión, del orden y del método, exigía una escritura de estilo sencillo y claro, sin grasa, depurada al máximo. Odiaba las frases de doble sentido, el sarcasmo, la ironía excesiva, las "cosas" de baño y cama, que sus escritores metieran morcillas personales en sus textos. Su única meta era la perfección, hacer una revista sólida, divertida, sofisticada e informal a la vez. Ni muy literaria, ni muy artística, ni muy intelectual, pero con las exactas dosis de todo ello.

'Mis años con Ross' retrata al editor de la revista cultural más importante e influyente del siglo XX en su centenario.

Uno de sus secretos fue crear un implacable doble departamento de verificación de datos y de edición, con un Escritorio Central, que tuvo al frente, además de a Thurber, a los que llamaban genios, hombres milagro, hombres –y mujeres– capaces de llevar a los "artistas" de la mano. Ese editor insobornable tenía que ser capaz de devolver varias veces sus textos a sus autores, así fuesen dioses, repletos de correcciones. Hasta 144 contabilizó Thurber en un artículo.

El libro, que lleva 300 notas breves y biográficas sobre otros tantos creadores y colaboradores célebres de la revista, incluye también una joya: "Teoría y práctica de la edición de artículos de The New Yorker", un breviario de siete páginas y treinta y un puntos, escrito por Wolcott Gibbs –uno de los "genios" del Escritorio Central–, que recoge las pautas de estilo exigidas por Harold Ross.

CIUDAD. Con su sección Talk of the Town, sobre la vida diaria de Nueva York, como punta de lanza, Harold Ross y sus chicos y chicas, varios de ellos, como él mismo, habituales de las comidas y tertulias de la Mesa del Hotel Algonquin, lograron consolidar, tras varios sustos, el proyecto que deseaban: un semanario que, empezando por sus portadas, especial tipografía y diseño, transmitiera con humor el pulso cultural y ciudadano de la gran ciudad en sus críticas, perfiles, reportajes, entrevistas y, ojo, numerosas viñetas e ilustraciones. Cien años de éxito lleva.