Dios vuelve a estar de moda en el mundo de la cultura y yo, que nunca he sido creyente ni he tenido una educación religiosa, observo el fenómeno desde mi ignorancia y me vienen a la cabeza algunos pensamientos.

No se me ocurriría hacer un análisis sociopolítico sobre ello, claro. Principalmente porque yo de la realidad nunca he sabido nada, así que me saldría torpe y mal. Pero lo cierto es que, últimamente, no sé si por coincidencia o porque lo que ocurre fuera inconscientemente nos impacta, me ha estado rondando mucho a mí también la idea de Dios. Por ejemplo, el mes pasado se me repetía todo el tiempo la siguiente frase en la cabeza: “Si no dudas, no es Dios”.

Y me gustaba mucho lo que me sugería: que la fe (sea religiosa o de cualquier otro tipo) siempre debe llevar intrínseca la duda, el misterio, ya que, si no, sería más bien fanatismo. Creí habérsela escuchado a Alejandro Simón Partal hace años y, cuando se lo pregunté, me dijo que, en realidad, la frase era: “si lo comprendes, no es Dios”, que viene a ser más o menos lo mismo, y que era de San Agustín.

También cayó en mis manos Misterio y fe, de Jon Fosse, y me gustaron mucho las comparaciones que hacía entre oración y escritura. Y el diálogo introductorio del libro, del filósofo renacentista Nicolás de Cusa, entre un pagano y un creyente, en el que el pagano pregunta: “¿Cómo puedes adorar con tanta seriedad aquello de lo que no sabes nada?”. Y el cristiano responde: “Adoro porque no sé”.

Me atrae y me convence esa manera de abrazar lo inexplicable, confiar en aquello de lo que al mismo tiempo dudas. Blackie Books acaba de sacar una edición preciosa de El Evangelio de San Mateo y allí encontramos otra imagen sugerente: Pedro no se cree del todo que Jesús pueda caminar sobre el agua, y aun así confía.

No hay que envolver a las obras en una oscuridad misteriosa, pero sí que hay algo esencial en la experiencia estética que no se puede atrapar

Y por esa misma razón La última tentación de Cristo de Scorsese es la mejor película que se ha hecho sobre Jesús, porque ahí encontramos a un Jesús desgarrado, interpretado por Willem Dafoe con su cara de loco, lleno de dudas, de miedo, de deseo.

Pero adonde me llevan todas estas citas, estas escenas, no es exactamente a la religión, sino, como todo siempre, a la literatura. He descubierto por qué no suelen gustarme muchas de las críticas o reseñas literarias que leo, tanto académicas como las que encuentro en redes, y es porque nos hemos tragado cierta ilusión de que las obras literarias no solo deben sino que pueden ser descifradas.

Se diseccionan libros hasta el agotamiento, convirtiéndolos en sistemas de signos cerrados, y muchas veces escucho hablar sobre un libro como de un plato de migas de un bar de Madrid al que le han puesto de nota un 7.

No digo que haya que envolver a las obras en una oscuridad misteriosa, pero sí que hay algo muy esencial en la experiencia estética que no se puede atrapar. Cuando le preguntaron a Tolstoi de qué trataba Ana Karenina, él respondió: leed Ana Karenina. Como diciendo: ¿qué se supone que voy a decir yo de la novela que acabo de escribir? Todo lo que quería decir ya lo he dicho ahí.

Tal vez lo que me ocurre es que yo nunca he sabido hacerlo, nunca he sabido desgranar las obras literarias, y tal vez hay algo en todo eso, en su razón de ser, que se me escapa. Por algún motivo (que puede estar cercano a la pereza), siempre he preferido las lecturas que aceptan no entenderlo todo, que se acercan a las obras como discípulos ante algunos milagros: con desconcierto.

Y por eso llevo años leyendo a Clarice Lispector sin entenderla del todo, porque siento que me toca en un lugar muy anterior al lenguaje.