Cuando se le pregunta a la belleza de moda qué cualidades debe poseer un hombre para que pueda llegar a enamorarse de él, no hay vez en que, entre las prendas más apreciadas, no mencione el sentido el humor. Lo que la seduce hasta el rendimiento no es el dinero ni ninguna otra ordinariez de esa especie, sino su capacidad de hacerla reír, lo cual naturalmente excita la esperanza de sus admiradores, que acaso no tienen dinero pero sí mucho donaire.

Cierto que, según tengo observado, los chistes que cuentan los magnates multimillonarios suelen gozar de una gracia tan indefinible como segura y por lo general desencadenan risas incontroladas en su círculo. En alguna ocasión, alentado por el éxito del chascarrillo, yo mismo lo he repetido ante otro auditorio y, de forma desconcertante, no he cosechado más que incomprensión y malas caras.

Y eso que, como la celebridad de turno, soy de los que disfruto inmensamente de reír y hacer reír en todos los géneros practicables, si bien hay uno de ellos que utilizo a menudo para discriminar entre dos clases de gente: la que entiende y practica el humor del absurdo (entre los que me encuentro) y la que no. ¿Y todo esto a qué viene? El propósito del rodeo anterior era solo preparar otra distinción a la que concedo mucha mayor importancia: la que diferencia entre personas que se alimentan de su infancia y las que lo hacen de su adolescencia.

La vida humana no es algo que se limita a pasar, sino que estamos fatalmente abocados a interpretar eso que nos pasa

En un doble sentido nos conviene a los hijos de Eva el sintagma discurso de una vida. Porque, por un lado, nuestra vida discurre sin detenerse un instante como corriente de un río, pero, por otro, la vida humana no es algo que simplemente se limita a pasar, como sucede con plantas y animales, sino que, debido a la lucidez de la conciencia, estamos fatalmente abocados a interpretar eso que nos pasa, de manera que cuanto discurre termina por crear discurso alumbrando un relato que presta unidad y sentido al conjunto. Cuando uno quiere saber quién es alguien, no pregunta por una definición, sino por ese relato personal –su infancia, su juventud, sus elecciones adultas–, única respuesta que hace justicia a nuestra condición de entidades temporales.

Pues bien, hay personas que recuerdan su niñez como una edad de oro, una hora de plenitud y felicidad en soleada armonía con el entorno. Esa culminación tan temprana de su existencia determina esencialmente su carácter posterior. Como la infancia termina en un plazo breve, los pertenecientes a este tipo tienden a mirar con arrobo su pasado, idealizado en su memoria, con el cual comparan desfavorablemente su presente, a todas luces insuficiente, sórdido y pobre, por lo que experimentan el discurrir del tiempo como un desengaño progresivo de las antiguas ilusiones y su discurso está teñido de ternura retrospectiva, anhelo y nostalgia.

El otro tipo humano lo componen aquellos cuya identidad se forma en la adolescencia, edad en la que uno se descubre a sí mismo y, fascinado por su propia importancia, entra en conflicto inevitable con quienes parecen ignorarla. Toda vez que el punto de partida de estos últimos es, pues, su inadaptación estructural, resulta comprensible que, a la vista del embrollo de sus indecisas personalidades, conciban un proyecto vital de adaptación al mundo muy a largo plazo, educándose para aprender a resolver la conflictividad originaria y ganar con mucho esfuerzo y tesón un estado tardío de concordia con los demás y consigo mismos.

Su discurso enuncia normalmente una promesa de futuro y no admiten cerca, quizá con demasiado rigor, nada que estorbe o retrase el cumplimiento venidero de su bello ideal. Mi adolescencia fue un auténtico lío, así que calcula, lector, en qué grupo estoy. Y tú, ¿cuál dirías que es el discurso de tu vida?