Hablemos hoy de tres perfecciones: ser, vivir y entender. La cosa es, el animal vive, la persona entiende. Las perfecciones segunda y tercera presuponen las anteriores: quien entiende vive y es, el que vive también es. Pero cuando el vivo muere, entonces ya sólo es, reducido a simple cosa, da igual si antes entendía o no. He aquí nuestro drama: hoy entendemos pero algún día sólo seremos, como una de esas cosas.

Cuando somos jóvenes, todavía limpios de los polvos del camino y con toda la vida por delante, sentimos sin estorbos la grandeza de nuestra dignidad, por la cual nos hacemos acreedores de universal respeto. Uno se imagina entonces un futuro dorado acorde con esa excelencia. Pero a medida que avanza en el camino de la vida, sobrevienen resistencias y contradicciones por parte de un mundo muy torpe, a veces francamente inhumano. Hasta que entonces acontece la indignidad más monstruosa, la falta de respeto atroz y definitiva: la persona amada es ahora frío cadáver. Velando en silencio al difunto, nos abismamos en el pensamiento de nuestro extraño destino.

¿Qué es eso que yace ahí?

Para quien quiera encontrarlos, hay una alegría, una belleza y un placer en simplemente ser hombre o ser mujer

La meditación ante el muerto parte de ese hecho tremendo: ese rostro y esa figura tan reconocibles se preparan para una corrupción inminente. Lo que el amor puso más alto que el cielo irá no tardando más bajo del suelo y nadie nos avisó de la permuta. Se nos debería aplicar el contrato regulado en el artículo 1453 de nuestro Código Civil que tiene por objeto “aquellas cosas que es costumbre gustar o probar antes de recibirlas”. Antes de vivir nuestra vida, deberíamos tener derecho a examinarla bajo condición suspensiva. La pregunta filosófica de Leibniz, por qué el ser y no la nada, nos dice menos que esta otra: por qué primero la dignidad y luego la cosa. Dado que se nos ha decretado una funesta cosificación al final del camino, con razón Sófocles en su Antígona nos llamó desdeñosamente “cadáveres que alientan”. Todo cuanto vive engorda la víctima del sacrificio. Dan ganas de llorar, como dice la jota que le pasó a uno:

“Mira si sería guapa, / que hasta el mismo enterrador, / al tiempo de echarle tierra, / tiró la pala y lloró”.

Soy de los que creen que la historia de la individualidad continúa tras el hiato de la muerte (como todo el mundo hasta hace poco: ha cambiado la moda, no yo). Pero la esperanza, una hipótesis sobre el futuro, no escamotea la brutalidad inmisericorde del hecho tremendo. Todo podría ser de otro modo, pero lo cierto es que no lo es y cuando nos convencemos al fin de esta desgracia nos tienta a nosotros también tirar la pala al hoyo, vencidos por la melancolía. Pero no, porque todavía nos queda un tiempo en la comedia de la vida y seguimos queriendo hacer un buen papel en ella, por lo que no nos permitiremos incurrir en el único delito que, según el proverbio indio, los dioses nunca perdonan: el de “apagar el fuego que calienta el corazón de la gente”.

Ese fuego es, en verdad, sagrado y para alimentarlo tras la visión heladora nos cumple remontar otra vez la escala de las perfecciones expuesta al principio: del ser al vivir y del vivir al entender, un entender ahora que aprende a volver a sentir esa dignidad original que, a despecho de tanta miseria, canta unánime el coro de la citada Antígona: “Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre”, versos memorables seguidos de otros de hermosísima celebración de la naturaleza humana.

Y es que, para quien quiera encontrarlos, hay una alegría, una belleza y un placer en simplemente ser hombre o ser mujer. Cierto que un placer veterano, velado por la piedad, que no olvida las lágrimas del enterrador.