Algunas palabras de nuestra lengua significan asombrosamente una cosa y la contraria: ahí están “dichoso”, “huésped”, “lucrativo”, “vacar” o “collado”. Otras veces conviven en la misma voz acepciones muy heterogéneas. Véase el sintagma “chuparse los dedos”, con el que se da a entender que los manjares que está gustando el hablante son tan sabrosos que le dan ganas de lamer los restos impregnados en su mano, mientras “chuparse el dedo”, en singular, designa un hábito infantil bien conocido y, en negativo, “no chuparse el dedo”, es fórmula de suficiencia de quien se esfuerza por diferenciar su opinión de otra reputada más simple.

Mi antichupador preferido es un asiduo del casino de Vetusta: Paco Vegallana, el marquesito. Para argumentar por qué la Regenta, aunque casada, debe deponer sus melindres y meterse en la cama con el seductor oficial de la provincia, exclama: “esto es la moral positiva”, “sí, señor, la moral moderna, la científica, y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa”. Clarín escruta socarrón su pensamiento: “Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad” y que “el saber estas cosas no es para chicos”. Los marquesitos de este mundo —positivistas, científicos y modernos— nos impresionan con proposiciones audaces, exentas de tierno sentimentalismo: ¿Dios? Personaje de ciencia ficción. ¿El amor? Sexo sublimado. ¿La moral? Trampa del instinto de supervivencia. ¿La belleza? Martingala de las neuronas. ¿Democracia? Esclavitud camuflada. ¿Filantropía? No me hagas reír: desgravaciones. Es lo que hay, chico, no le des más vueltas.

Sobre la cuestión ahora tan candente de si hemos aprendido algo de la fatídica pandemia, los marquesitos de turno suspiran para armarse de paciencia y recurren al “hablemos en serio”, su estribillo más socorrido. Después sentencian: cuando el virus desaparezca, volveremos al mundo de antes sin haber aprendido nada.

¿Tiene razón el del casino?

Si se compara un viernes con el viernes de la semana anterior, la tiene. Pero si se compara un viernes de 2022 con otro de 1922, la pierde. Son tan conocidos los cambios culturales, además de materiales, producidos en Europa en el último siglo que no hace falta hacer la lista. La Humanidad cambia y, aunque con desesperante lentitud y no pocos retrocesos, genéricamente progresa, lo que quiere decir que, de hecho, sí aprende lecciones. Por supuesto, no una lección conceptual, como la que se estudia en un libro, ni moral, el florecimiento instantáneo de una costumbre virtuosa. Se trataría de un aprendizaje sentimental, como el que sigue a esos acontecimientos trascendentales en la vida de una persona: un gran amor, la muerte de un hijo, una larga enfermedad. Después de eso, el mundo sigue igual pero la persona en cuestión ya no. Los lances traumáticos son propicios para esta mutación íntima porque durante la ruptura de la cotidianeidad se abre el corazón a emociones desconocidas mientras está absorto en la monotonía de los días.

La pandemia es uno de esos lances: ha puesto en peligro a la especie humana derramando sobre sus miembros un dolor ingente. Seguro que no hemos pasado por ella en vano. Claro que volveremos a la normalidad de antes y que será el de siempre el mundo ahí fuera, pero quienes, por dentro, habremos cambiado sustancialmente seremos nosotros que ya no sentiremos lo mismo, una diferencia que quizá no se note de un viernes a otro, pero sí en veinte o cien años, cuando broten por sorpresa inesperadas costumbres y conceptos novedosos.

Al final, mira por dónde, resulta que los marquesitos simplifican demasiado las cosas. Son como niños jugando a ser adultos. Se privan de lo bueno y encima están equivocados. Tú hazme caso y no te saques el dedo de la boca y, respecto al manjar de la vida, chúpate los dedos todo lo que puedas.