Hace poco mi amiga Clara me mandó un extracto del libro Miedo y ropa en América: Desabrochando el estilo Made in USA, de Cintra Wilson. Hacía poco, sentadas en un banco, habíamos estado hablando del fenómeno de las personas que fingen tener menos dinero del que tienen.
Inmersas ambas en el mundo cultural, nos cruzamos todo el rato con personas que reniegan de sus orígenes privilegiados a la par que se benefician de ellos. Ni siquiera nos referíamos a los nepo-babies ni a las personas extremadamente ricas: existe una subclase de personas en las que opera una especie de fingimiento constante respecto al dinero, aunque provengan de familias de una holgada clase media.
Los fragmentos del libro de Wilson que me envió Clara analizaban ese momento de la moda neoyorquina en la que se empezaron a considerar chic y cool la ropa militar y los monos de trabajo: "Cuando las sociedades se vuelven demasiado ricas y civilizadas entran en decadencia, se disipan por los extremos y, finalmente, al igual que todo, comienzan a adoptar como nuevos y lujosos significantes normalmente asociados con el campesinado o la clase criminal".
Hay personas que creen que para participar de las reivindicaciones en contra de la precariedad tienen que ser ellas mismas precarias
Es cierto y no hace falta irse a Nueva York para comprobar que esto sigue siendo así: los significantes de las clases sociales empobrecidas se ven reapropiados por los de arriba como una marca de estatus.
Pero lo que analiza Wilson en el libro es la otra cara del fenómeno que mis amigos y yo observamos constantemente a nuestro alrededor: no se trata de personas que adoptan esos significantes para hacerlos lujosos, sino que rebajan el lujo al que podrían acceder para parecer lo que no son. Es decir, fingen no tener el dinero que tienen.
De todas las ramificaciones que tiene este fenómeno de quienes fingen, la que más me perturba es la sensación de que hay personas que creen que para participar de las reivindicaciones en contra de la precariedad tienen que ser ellas mismas precarias. Como si tener cierto nivel económico te excluyera de preocuparte por la persona que tienes al lado.
Me preocupa particularmente que el hecho de fingir que se tiene menos dinero del que se tiene anule la capacidad movilizadora de la empatía y la compasión y nos arroje a la terrible máxima de que debemos luchar solo por nuestros propios intereses y no por los de quien lo está pasando peor o quien no cuenta con esa red económica.
Es más hipócrita fingir una inestabilidad que no existe o una falta de colchón económico que asumir la suerte y el privilegio con naturalidad y luego, desde ahí, elegir dónde se quiere estar.
Yo les conozco y ustedes también: "los fingidores" son personas que desarrollan trabajos en sectores precarizados, pero viven en pisos amplios, hablan tres idiomas y visten con ropa de marca.
Estas personas hablan de inestabilidad y precariedad como si el colchón económico que les sujeta no existiera, como si no hubiera una estructura económica (y social, cultural y simbólica, obviamente) que conforma una red perfectamente colocada por si esos equilibristas de la clase se fueran a caer.
Cuando narran sus vidas, no mencionan sus familias, sus padres ni sus futuras herencias. ¿Por qué eliminamos las partes de nuestras historias que nos colocan en un lugar privilegiado?
Cada vez que me cruzo con una de estas personas no puedo evitar poner los ojos en blanco y, al mismo tiempo, me entra la duda: ¿debería yo también dejar de mencionar que tuve suerte y nunca me faltó nada? ¿Supone esto algún tipo de ostentación? Al contrario, pienso, excluir el dinero de las conversaciones cotidianas no hace sino sumirlo más en el silencio y el tabú, lo cual solo beneficia a los de siempre.