No sé qué tiempo hará cuando salga este artículo. Ahora, mientras lo escribo, hace ya un par de días desde que volvió el sol y todo el mundo a mi alrededor pareció respirar aliviado. Casi como si la lluvia nos hubiera dejado algún tipo de cicatriz emocional y al salir el sol volviéramos a sanar.

Durante los días de nubes y lluvias se sucedieron en distintos medios los artículos que hablaban de cómo el mal tiempo y la falta de luz podían afectar al estado de ánimo de las personas. No se lo discuto, soy la primera que sufre a causa del frío. Me pongo triste, no me apetece hacer nada. He estado mohína, como casi todo el mundo, mirando obsesivamente el pronóstico del tiempo buscando el círculo amarillo.

Mientras los periodistas escribían sus artículos sobre la relación entre la tristeza, la lluvia y la serotonina, y la gente subía capturas de pantalla del pronóstico del tiempo a sus redes sociales con emoticonos de caritas tristes, mi amiga Inés lo miraba todo con una mezcla de hartazgo y complacencia. "Me pone de los nervios que la gente se queje de la lluvia", me decía. Luego procedía a llamar a su abuelo, que vive en un pueblo de Ávila de menos de cincuenta habitantes y que, cada vez que descuelga el teléfono y escucha la voz de su nieta, ofrece la información indispensable de rigor: "Ha llovido" o "No ha llovido".

Vernos a los urbanitas a través de los ojos de Inés me ha hecho pensar en si no habrá algo un poco roto dentro de nosotros cuando nuestra única reacción a la lluvia es el fastidio. Sí, la lluvia es molesta, es un incordio sideral que el paraguas se te doble cuando estás cruzando un paso de cebra o que se te mojen los pies.

Desde luego, Madrid se convierte en una ciudad ridícula ante cuatro, seis u ocho gotas: se inundan algunas estaciones de metro, los trenes funcionan peor que de costumbre y se forman atascos insufribles de los que le gustan, por algún motivo inexplicable, a nuestra presidenta. Pero ¿qué hay de la lluvia más allá de los límites de la ciudad, cuando llueve sobre campos y cosechas?

Qué profunda desconexión la nuestra, que solo sabemos quejarnos una y otra vez mientras esperamos a que vuelva el sol

No me voy a poner mística y a decirles aquello de "el agua es vida" porque es una frase happyflower y además ustedes ya lo saben. Normalmente, la queja sobre la lluvia suele ir seguida de la frase "pero tiene que llover". Todos lo decimos, en conversaciones banales de ascensor con la vecina, el conserje o la compañera de trabajo, pero ¿realmente nos creemos que tiene que llover? ¿Somos conscientes de hasta qué punto esa lluvia molesta e inoportuna (la lluvia siempre es inoportuna) es necesaria?

Creo que no. Que no conectamos nuestro fastidio con las presas bajo mínimos, con la sequía y con las posteriores lluvias torrenciales que no arreglan nada. Que muchas veces no somos capaces de pensar o mirar más allá del incordio que el agua supone en nuestras rutinas, en nuestra pretensión de eficiencia, en nuestras agendas abarrotadas, en nuestros planes.

Qué profunda desconexión la nuestra, que solo sabemos quejarnos una y otra vez mientras esperamos a que vuelva el sol, en vez de aceptar que llueve, que, en serio, tiene que llover; que no podemos controlarlo todo y que hay personas más allá de nuestra reducida ontología urbana que no solo desean y temen la lluvia, sino que la han asumido como el elemento natural que marca sus ritmos de trabajo, su modo de vida y su forma de relacionarse con las personas queridas: una nieta que llama a su abuelo y que, antes de preguntar qué tal está él, pregunta si ha llovido.