Hace ya unos años compré un libro titulado Cabañas para pensar, publicado por la Fundación Luis Seoane. He leído y admirado sus páginas no recuerdo cuántas veces. Los escritos son magníficos, y las fotografías nos acercan a esos pequeños paraísos de madera, exiguos territorios de soledad y reflexión, cobijos de intimidad. A tales cabañas se apartaron maestros como Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger, Virginia Woolf y George Bernard Shaw, también compositores necesitados de silencio, así Edvard Grieg y Gustav Mahler. Están, del mismo modo, las de August Strindberg y Dylan Thomas, y aquella enigmática, de listones oscuros, de Derek Jarman.

Contemplar estos recintos ascéticos me ha procurado siempre tranquilidad de ánimo, el consuelo de saber que con poco nos bastamos. Cabañas casi siempre levantadas en los bosques, a veces cerca de un lago, como la de Mahler en Steinbach, donde compuso buena parte de la Segunda Sinfonía; o bien la de Wittgenstein, en el fiordo de Skjolden.

Uno se imagina en el interior de este amago de casa —aunque alguno tiene chimenea, como el cottage de T. E. Lawrence, en Dorset—, diciendo: “Por fin. Hasta aquí he llegado. No necesito nada más”. Porque no es necesario un gran espacio para sentirse a resguardo de un mundo intransigente y, digámoslo, vulgar. Son pocos los lugares que ofrecen un amparo, y las cabañas tienen la virtud de acentuar, en pocos metros, la desnudez del verdadero habitar, una palabra que procede del latín habere, “tener”. Tener un rincón en esta tierra.

Habitar nos vincula al origen: el auténtico habitar nada tiene que ver con lo que ha sido transformado y construido más allá de nuestras necesidades

Heidegger pensó con sagacidad el significado de habitar, y lo hizo desde la cabaña de Todtnauberg, de apenas siete metros de planta, en las montañas de la Selva Negra, a mil cien metros de altitud. Allí esbozó Ser y tiempo. Habitar nos vincula al origen, supone lo esencial del suelo en el que somos. El auténtico habitar nada tiene que ver con lo que ha sido transformado y construido más allá de nuestras necesidades. Es un construir sin enmendar la naturaleza, de ahí que John Burroughs, amigo de Thoureau, en Construirse la casa, se negara a aplicar la palabra “arquitectura” a la construcción de una casa, pues dista mucho del “fruto del instinto doméstico” y de “la necesidad de abrigo” necesarios para un hogar. No sé si Heidegger conoció esta obrita de Burroughs, pero vienen a decir cosas semejantes, aunque en unos términos distintos.

Los que buscamos tejados y refugios entendemos bien el ahínco de aquellos habitantes de un “casi nada”, que quisieron alejarse para disfrutar de la dimensión que nos es propia. No se trata de renunciar, sino de darse por satisfecho con poco. Los jóvenes que malviven en las ciudades, explotados y resumidos en una habitación, que pagan a precio inmoral, es posible que descubran en esas cabañas liberadoras una tentación, y del mismo modo cuantos naufragan en las ciudades como Robinsones, aislados en el caos y privados del compás natural que requiere la existencia.

Llevado por estos pensamientos, hace unos días adquirí Cabin Porn. Inspiration for your quiet place somewhere. Mundos minúsculos pero suficientes, algunos construidos en las copas de los árboles, otros, en suaves colinas o asentados, martillo en mano, bosque adentro. El ingenio es bienvenido siempre: en ciertos sitios de Canadá y Gran Bretaña se emplean pecios bocabajo, bien calafateados, que hacen las veces de tejado, y en Missouri un joven se las ha arreglado para habilitar un silo abandonado, al que ha dotado de una cristalera. El que quiera pasar inadvertido puede hacer lo que una mujer de Maryland: cubrir la cabaña de vegetación, apenas si se ve la puerta; o convertirla en un bote, a salvo de visitantes, como ha hecho un solitario de Baviera.