La divulgación cultural es una de las empresas más loables, más dignas también, un buen ejercicio divulgativo fortalece el mejor criterio y alumbra el sentido crítico de las generaciones. Un divulgador, ciertamente, es un faro en medio de la noche, a veces tempestuosa. Es, asimismo, alguien que facilita ganar tiempo al indicar el camino más corto.

Sin embargo, no debe confundirse su labor con la de aquellos que en verdad son los verdaderos artífices de una ciencia y de una cultura, que, por razones sujetas a la publicidad y a la promoción editorial, quedan ocultas ante el público.

Ocurre en muchas disciplinas, en la filosofía por ejemplo. Es difícil no encogerse de hombros al comprobar que se otorgan galardones, y de la más alta distinción, a personalidades que son, antes que otra cosa, divulgadores, por más que en su materia sean menores o secundarias aun habiendo alcanzado un renombre. Las modas emborronan la realidad, y en ocasiones la esconden del todo.

Me pregunto qué pensarán para sus adentros los filósofos de fuste, los de verdad, cuando ven premiado a un autor que, es cierto, aborda temas de interés común, pero cuya obra está bajo la alargada sombra de los mayores, de los intelectuales que han llevado el pensamiento hasta sus últimas consecuencias.

Esto viene a propósito de un filósofo de origen surcoreano que ha sido distinguido por las altas instancias. Al leer la noticia me han venido a la mente algunos de los verdaderos maestros, autores de una bibliografía inmensa e incuestionable, que ha abierto vías cruciales para nuestro devenir.

Qué pensarán los filósofos de fuste cuando ven premiado a un autor cuya obra está bajo la alargada sombra de los mayores

Pienso, por ejemplo, en autoridades del calado de Giorgio Agamben, pienso en el también italiano Massimo Cacciari, no menos en alguien como Peter Sloterdijk, que es asimismo un buen divulgador.

No habría sido un desacierto contemplar el galardón para el ya muy anciano Alain Badiou, o para los casi centenarios Jürgen Habermas –¡Edgar Morin cuenta ya 103 años!– y Charles Taylor, todos ellos creadores, entre otros, del núcleo del pensamiento que permite discernir en profundidad la naturaleza de los tiempos que vivimos.

Por qué no pensar, por ejemplo, en Nancy Fraser, en Gayatri Spivak, en Boris Groys o en Hélène Cixous. Por qué no en Roberto Esposito, o en la implicación y seriedad de Christine Korsgaard.

A estos pueden sumárseles autores sin duda mucho más jóvenes pero asimismo trascendentes, destinados a abrir valiosas sendas, como el colosal Yuk Hui, o Graham Harman y Ray Brassier, sobre quienes, los en verdad deseosos de aprender y pensar nuevas cosas, han puesto la mirada.

Todos ellos pertenecen a idearios y escuelas muy dispares, incluso opuestas, pero han desplegado un trabajo especulativo de primer orden.

En España existen filósofos de magnitud, respetados del mayor modo en el extranjero, es el caso de Félix Duque y José Luis Villacañas, también de Felipe Martínez Marzoa o de Javier Echeverría, entre otros. Uno puede tener la seguridad de que observan la obra del ahora premiado como una anécdota dentro de su compleja y apasionante materia.

Por otra parte, se han perdido oportunidades de concesión del premio a ilustres figuras ya desaparecidas, como Hans-Georg Gadamer, o Jacques Derrida, y, en otro orden, Bruno Latour, Enrique Dussel, dignos de reconocimiento.

El sello de expresiones que han hecho fortuna, como “sociedad del cansancio” o, en su momento, “sociedad líquida”, no significa que sus acuñadores sean la cumbre de su especialidad.

Por fortuna merecieron el galardón en aquellos años iniciales María Zambrano y Mario Bunge, el silencioso José Ferrater Mora y Pedro Laín Entralgo, también José Luis López Aranguren, Umberto Eco, George Steiner, nombres que sí han prestigiado la institución, como Julián Marías y Emilio Lledó, el último ilustre premiado entre los españoles. Cultura y moda nunca irán de la mano.