Hace poco más de una década, el pensador Paul Ricoeur sugirió que el mal vive en nuestra pasividad. En un breve ensayo titulado, precisamente, Le mal, aseguraba que, cuando nos sentimos víctimas de la maldad del hombre, despierta en nosotros un terrible desasosiego que nos revela como cómplices de ese mal.

Entonces, sobrevienen la inhibición y lo que él denominaba “experiencia de lo pasivo”. Esto es cierto si tenemos en cuenta que, al asomarnos al mundo y comprobar la impunidad de los malhechores que rigen el destino de las sociedades, decidimos, en general, lavarnos las manos. La no implicación es el perfecto drenaje para una existencia resguardada que opta por no tomar partido; pero también es un ataque a la moral.

La pregunta: “¿Hasta cuándo?”, parece no tener respuesta. Porque la capacidad individual, pero también colectiva, de soportar el oprobio no conoce límites. Las cosmogonías han transmitido a las civilizaciones la idea de que nuestra procedencia del caos primordial ha condicionado a la especie, que actúa en consecuencia. Es decir, en desorden y con violencia. Sin embargo, “¿hasta cuándo?”, si esto es así, permitir lo que sucede hoy.

Que mueran decenas de personas aplastadas en una valla fronteriza; que medio centenar de almas se asfixien en la caja de un camión cuando trataban de sobrevivir en otro país; que un misil alcance un centro comercial y sigan muriendo de manera industrializada, qué importa si rusos o ucranianos, unos jóvenes inexpertos a los que la necesidad ha puesto un arma en las manos… ¿contra quién? Mentimos cuando decimos que combatimos para defender la democracia.

Entre otras razones porque nosotros, los demócratas, esos gregarios de la molicie, somos de una enfermiza insaciabilidad, todo nos parece poco en lo tocante a la libertad personal, que imponemos sobre la colectiva. Acostumbrados a un bienestar que nos aliena, las democracias han fomentado la aparición de una sociedad consentida que juega a ser libre. Pero no lo es, en realidad, por la falta de implicación ética, o sea, por esa pasividad a la que alude Ricoeur. Culpar a Putin y a Alexandr Duguin; señalar siempre al otro, no hace más que hundirnos en nuestra facilona interpretación de los acontecimientos y arrellanarnos en la mejor butaca que encontremos.

Acostumbrados a un bienestar que nos aliena, las democracias han fomentado la aparición de una sociedad consentida

El mal lo tenemos aquí también, quiero decir, en las mal llamadas sociedades libres, cómplices de este descalabro. ¿Alguien cree, de verdad, que el problema estriba en la derecha o en la izquierda? Me pregunto si no está en el desatado amor al dinero y en el sueño de ser único; me refiero a ser distinto del otro. Si no está en la asombrosa capacidad de vivir bajo el yugo de los rateros de las altas finanzas; bajo los dictados pedagógicos que en las escuelas forman consumidores serviles de gran porvenir; en los medios de comunicación que juegan al despiste.

¿Cómo es posible que una misma noticia sea interpretable, no en razón del sentido común, sino de un interés ideológico? ¿Alguien cree, realmente, que todo esto no nos concierne en primera persona? Gracias a la información que tenemos, y que no debemos eludir, la sociedad ha dejado de comportarse como un Job colectivo.

Ahora ya no es posible porque sabemos de dónde vienen las plagas, de dónde los castigos. La mercancía del mal corre por nuestro silencio, no paga tasas, se distribuye en el gran mercado de los colaboracionistas que forman parte de una población que abomina de los políticos, pero que no actúa en consecuencia. ¿No existe el voto en blanco? El compromiso, la austeridad, la honestidad, el esfuerzo, la discreción, vivir con lo necesario, hablar poco, la modestia, obrar el bien, ir despacio, ir limpio, pensar, ¿son agua pasada?