Pablo Neruda en un acto del Partido Comunista, hacia 1970 / Foto: Biblioteca Nacional de Chile.

Pablo Neruda en un acto del Partido Comunista, hacia 1970 / Foto: Biblioteca Nacional de Chile.

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Los intelectuales y la URSS: una historia de complicidad, desengaño y denuncia

Más de un siglo después, ¿cómo valoramos hoy la actitud de tantos intelectuales que se acercaron a la Unión Soviética? 

Valentí Puig Manuel Cruz
23 enero, 2024 01:57

La agenda letal de Lenin

Valentí Puig. Escritor y periodista. Último libro: Casa dividida. Dietario de 2022 (Destino, 2023)

A parece en los almanaques el centenario de la muerte de Lenin cuando ya se consuma la sustitución de los intelectuales ideológicos por el mercado algorítmico de los “influencers”. Quedan admiradores de Lenin en alguna jungla post-guerrilla, en la extrema izquierda y en la barahúnda mediática.

Cuando escritores como Silone y Koestler explicaron su desengaño con el comunismo en El dios que fracasó (1949) medio mundo estaba bajo dominio comunista. En 1989 cayó el muro de Berlín y se proclamó el fin de la Historia. Del leninismo quedan agujeros negros de inhumanidad.

El pacto Stalin-Hitler en 1939 inquietó a algunos escritores porque los partidos comunistas rebajaron su antifascismo, al que volvieron cuando Alemania atacó Rusia. El partido de los excomunistas se extendió durante la guerra fría, el golpe de Estado comunista de Praga en 1948, la represión en Hungría o los tanques soviéticos en Checoslovaquia en 1968.

Lenin fue el máximo ejecutor en el siglo de la mega-muerte, secundado por Hitler, Mao, Pol Pot y Ceausescu, entre tantos. No consta una huella positiva de la experiencia histórica comunista pero el mundo intelectual de Occidente se resistió a reconocerlo. Sigue siendo la amnesia interminable.

John Dos Passos pasó de compañero de viaje a anticomunista, G. B. Shaw admiraba a Stalin, André Gide dijo no pero sí y sí pero no

Entre los despojos del comunismo hubo de todo: John Dos Passos pasó de compañero de viaje a anticomunista, G. B. Shaw admiraba a Stalin, André Gide dijo no pero sí y sí pero no. De forma temprana, Souvarine –o Chambers en los Estados Unidos– vieron el peligro. Estaban las voces de Popper o Hayek. El gran terror de Robert Conquest es de 1968. Cuando en 1973 aparece El archipiélago Gulag, sobre el exterminio programado por Lenin, la izquierda todavía ilusa prefirió no escuchar. Era el anti-anti-comunismo. François Furet se adhirió al Partido Comunista francés en 1949 y en 1995 escribe El pasado de una ilusión.

Tardar en la identificación del horror comunista le hundió en el sentimiento de culpa. Se preguntaba: “¿Cómo pude ser comunista y, en consecuencia, sostén objetivo de tales abominaciones que no veía o en las que no quería creer?”. Es uno de los interrogantes más salvajes del siglo XX. Mientras, el comunismo seguía con casting intelectual a prueba de toda disidencia.

En 1997 Stéphan Courtois coordinó El libro negro del comunismo, con un balance de cien millones de muertos. La izquierda seguía minimizando el Gulag, por lo mismo que simpatizaba con Castro. En Mea Cuba (1992), Cabrera Infante conjuró su poderosa impugnación del castrismo. Frente al totalitarismo, Octavio Paz exigió pensar en libertad y ser responsables de lo que se piensa. Las odas de Neruda a Stalin se traspapelaron.

El chavismo y la extrema izquierda española querrían reponer el antifascismo como placebo, el utopismo sin inocencia. Cuando Lenin murió, a los 54 años, dejaba en funcionamiento el mayor sistema de terror en la historia de la humanidad. Marx había dicho que la religión es el opio del pueblo. En 1955 aparece El opio de los intelectuales de Raymond Aron: el mejor opiáceo para intelectuales era el marxismo. Tantos años después, el “chip” comunista sigue ahí y ahora los opiáceos son sintéticos. 

Últimos atardeceres de la historia

Manuel Cruz. Catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Último libro: El gran apagón (Galaxia Gutenberg, 2022)

Hay preguntas que con el paso del tiempo languidecen, se consumen en sí mismas hasta que al final lo único que queda de ellas es una vacía carcasa lingüística con apariencia de significado, pero que ya no remite a experiencia vital alguna que las dote de sentido, porque la experiencia que las propició en su momento ha caído poco menos que en el olvido colectivo. Entre otras razones porque ha languidecido, cuando no desaparecido, la figura del intelectual que le daba soporte.

Entrar a valorar la actitud de los intelectuales europeos ante la revolución rusa, preguntarse por el mayor o menor acierto de sus juicios –en muchos casos radicalmente opuestos–, ha de empezar constatando esta severa dificultad. Pero semejante dificultad en modo alguno justificaría que renunciáramos a entender aquellas reacciones porque, sin duda, de las mismas hay lecciones pendientes de extraer.

Por lo pronto, importa fijar la trascendencia del episodio. Con él da comienzo, según Hobsbawm, el siglo XX porque en ese momento parece cristalizar un sueño que había atravesado la historia occidental por entero, el protagonizado por todos aquellos que pertenecieron a la denominada tradición emancipatoria. Era el sueño de un mundo más justo, sin clases ni explotación.

El sueño se desvaneció, bien lo sabemos, y el despertar del mismo fue también de tal trascendencia que marca el final del propio siglo XX. Sin que la historia, por cierto, haya sido capaz de alumbrar ningún sueño alternativo, sino el ocaso de todos ellos (Fukuyama dixit).

Tendríamos que preguntarnos si es mejor un mundo como el actual, en el que los antaño intelectuales se han quedado en tertulianos sabelotodo

Nada más fácil, desde el privilegio del presente, que dictaminar quién acertó o quién se equivocó al valorar de una determinada manera el proceso revolucionario iniciado en 1917. Pero abandonarse a este ventajismo implicaría dar por descontado que las cosas solo podían evolucionar en la forma en que lo hicieron. Tal tesis solo resulta aceptable si quien la plantea es capaz de señalar qué deficiencias o inconsistencias estructurales del nuevo proyecto anunciaban desde el principio su inexorable fracaso, no el cúmulo de dislates posteriores.

Pero una suerte parecida a la de la expectativa de una revolución han seguido también aquellos por cuya actitud hoy nos interesamos, esto es, un determinado tipo de intelectuales. Al respecto, tanto da que nos refiramos a Gide o a Russell, a Neruda o a Alberti. Ellos también han desaparecido de nuestro mundo. Hoy ironizamos, sobrados, sobre su no siempre justificada superioridad intelectual, que a menudo les hacía sentirse autorizados a pontificar acerca del signo que estaba tomando la historia, cometiendo gruesos errores, que en parte les hicieron desaparecer de la escena pública.

Digámoslo así: en momentos de particular trascendencia histórica, les pudo la compleja opacidad de su presente. Quizá tendríamos que preguntarnos al respecto si es mejor un mundo como el actual, en el que los antaño intelectuales han quedado convertidos en aplicados redactores de argumentarios o en tertulianos sabelotodo.

De idéntico modo que deberíamos preguntarnos si debemos celebrar que haya desaparecido de nuestro horizonte la posibilidad de vivir juntos de otra manera. Más libre, más igualitaria y más fraterna. 

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