CONCIERTO. Unos 55 millones de europeos suelen concentrarse para ver y escuchar por televisión el Concierto de Año Nuevo de Viena, tenido como una cita con la música clásica y culta que, entre otras cosas, da distinción y nivel a los comparecientes.

El magnífico y, por supuesto, incomparable marco del Musikverein vienés, la suntuosidad floreada de su sala Dorada, la elegancia de los ocupantes de su platea y sus palcos, la excelencia de la Orquesta Filarmónica vienesa, la calidad de los directores invitados, la belleza de los números bailables en salones y jardines e, incluso, el programa ejecutado así lo certifican.

La mayoría de los miembros de la familia Strauss tocó, con sus valses y sus polcas, teclas que, aunque apreciadas por la alta burguesía y la aristocracia, tenían vocación popular y ligera, como comprobamos cada año en el programa de quince obras que ofrece el concierto.

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En esta ocasión, Christian Thielemann ha incluido, al hilo de su centenario, un tema del austriaco Anton Bruckner. Si los quince temas a interpretar cada año tuvieran un “aroma Bruckner”, la audiencia del Concierto sería menor.

Pero, a día de hoy, los televidentes disfrutan con la alegre y bailable familiaridad de los Strauss y alcanzan su cénit con las previstas propinas: el melodioso y archiconocido Danubio Azul, de Johann Strauss hijo –que todavía suena en algunas bodas y en acotados bailes de debutantes– y La marcha Radetzky, de Johann Strauss padre, que el público acompaña con oportunas palmas, insuflándose así comunitariamente una especie de optimismo y joie de vivre para empezar con buen pie el nuevo año.

El Concierto de Año Nuevo evoca el esplendor del Imperio Austro-Húngaro, casi siempre en problemática tensión guerrera

GLORIA. Así que, en rigor, los europeos comenzamos el año acompasando una marcha militar, que ha sido “desmilitarizada” con sus sucesivos arreglos hasta convertirla en una suerte de jovial pasacalles de parque municipal. Strauss padre compuso La marcha Radetzky en 1848 en honor del generalmente victorioso militar, conde y mariscal de campo Joseph Radetzky von Radetz, que murió diez años después tras haber prestado grandes servicios a Austria.

Radetzky fue una gloria nacional cuya imagen se enturbió, en parte, al tocarle reprimir los movimientos revolucionarios de, precisamente, 1848. Lo cierto es que, entre una cosa y otra, el Concierto de Año Nuevo evoca el esplendor del Imperio Austro-Húngaro, esplendor casi siempre en problemática tensión guerrera, y con gran relieve cultural y artístico.

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NOVELAS. Joseph Roth, nacido en Ucrania cuando el país formaba parte del Imperio Austro-Húngaro, tomó en 1932 el título de la composición de Strauss padre para una de sus mejores novelas, La marcha Radetzky, prolongada poco antes de morir en la no menos excelente La cripta de los capuchinos (1938).

La marcha Radetzky termina con el entierro en 1916, que da fin efectivo al Imperio, de Francisco José I en la cripta que da título a la segunda novela, que finaliza con la visita del joven Franz Trotta, en 1938, a la aludida tumba del emperador mientras los nazis entran en Viena.

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“¿A dónde voy a ir yo ahora?”, se pregunta en la última línea del texto, con gran carga simbólica, el disoluto Franz, último vestigio de una familia militar a la postre disfuncional cuyo ocaso, desde el ascenso inicial que experimenta en La marcha Radetzky, es paralelo al del propio Imperio.

El carácter sombrío del díptico de Roth –que no renuncia a su humor– contrasta, pues, con la festiva atmósfera del Concierto de Año Nuevo. ¿Qué pensaría y sentiría Joseph Roth si estuviera sentado en el Musikverein? Roth, socialanarquista en su juventud, fue en su accidentada y penosa madurez un gran partidario y nostálgico del Imperio. Murió, alcoholizado y envejecido, a los 44 años, en 1939. Mal año para los valses y las polcas.