Paisaje. Me recuerdo paseando con mi padre cuando era niño por los bellos campos que rodeaban nuestro pueblo de veraneo. Nos encontrábamos con un paisano atareado con sus faenas. Mi padre, siempre muy simpático, le decía exultante: “¡Qué día más espléndido!, ¡qué paisaje, qué maravilla!, ¡cómo se respira aquí!”. El paisano sudaba la gota gorda, doblado sobre su azadón, o alambrando una cerca, o cargando heno en un carro, y emitía un confuso gruñido de educado asentimiento, siempre previo a sentenciar: “¡Lo que hace falta es que llueva!”. Mi padre le daba la razón: “Claro, claro, que llueva, a ser posible a partir del domingo, que nosotros nos vamos el domingo”.

Me llevó varios veraneos comprender el significado de los escuetos gruñidos de los hombres de campo cuando se les elogia la belleza de su paisaje y el fabuloso tiempo de agosto y, en consecuencia, entender que las alabanzas del veraneante o del urbanita de finde o puente al presunto edén campestre no siempre cuadran con el sentimiento y las necesidades del campesino que trajina su trozo de tierra o a sus bichos. De ahí que la gente de pueblo vea con una mezcla de desconfianza y resentimiento a la gente de ciudad que va al campo “a disfrutar”.

Huida. El otro día escuché de refilón un anuncio que proclamaba algo así como que “todos los madrileños tenemos un pueblo”. O sea, que los madrileños tenemos muchos pueblos a tiro que podemos visitar o hacer nuestros en tiempo de vacación, alquilando o comprando una “casita”. Y es que ahora se habla mucho en la gran ciudad de la conveniencia y el privilegio de “tener un pueblo”. Un pueblo de acogida, huida o “segunda residencia”.

La novela rural de trazos trágicos mostraba la alianza del cacique y el cura

Por lo visto, todo el mundo –entre los que jamás han vivido un mes seguido en el campo– quiere tener un pueblo, mientras que un alto porcentaje de quienes ya lo tienen porque nacieron, viven en él y conocen de primera mano las inclemencias del trabajo agrícola y ganadero, lo que quieren, y está históricamente demostrado por las migraciones, es tener una ciudad a la que irse a vivir y a emplear.

Cursi. Dijo Josep Pla, que sabía del campo, el Ampurdán, y de usar la boina con fundamento: “En nuestra literatura abunda el escrito rural. A menudo es pueril, un cromo vagamente cursi. Cuando el escrito tiene más intención, suele ser de una dureza muy acusada”.

La novela regionalista y de tipo costumbrista tiraba a la ñoñez exaltante de lo campestre. Con el realismo y el naturalismo apareció en el XIX la novela rural de trazos trágicos que mostraba la alianza del cacique y del cura del pueblo, cómplices en la explotación y el atraso de los campesinos, tendencia que acentuó su carácter político ya antes de la guerra civil y que, sorteando a la censura, se convirtió en literatura de denuncia en el Cela de La familia de Pascual Duarte, en algún Delibes y en prácticamente todos los realistas de la Generación de los 50.

En todo momento, aparte de leoneses, gallegos y vascos de toque mágico, la novela seguía el hilo de la España negra y profunda, del drama y del crimen rural, este último hoy continuado por los policías y detectives proliferantes que operan en el campo, que no es ni paraíso ni perdido. La última tendencia –la tensa Sara Mesa de Un amor o el esperpéntico Santiago Lorenzo de Los asquerosos– ya trata del urbanita en fuga en el campo, y es comedia abiertamente satírica en el caso del díptico de Daniel Gascón, Un hípster en la España vacía y La muerte del hípster. El foco ya no está en el campesino sino en las personas de la gran ciudad que, de acuerdo con la moda, quieren “tener un pueblo”. Como si tuvieran nostalgia de lo que no han vivido.