La verdad. Se detecta en el aire una plomiza nube de equívocos y prejuicios hacia Steven Spielberg y Los Fabelman, una película cuyas formas no tienen la aspereza seca del más apreciado realismo, pero que ofrece algo mejor: toda la verdad de lo real o, si se prefiere, toda la realidad de lo verdadero.

Con un aspecto que puede parecer preciosista o relamido –solo si se contemplan imágenes fijas y aisladas–, Los Fabelman, dotada de un rigor psicológico extraordinario por minucioso –solo comparable a la precisión de su puesta en escena–, muestra todo lo que concierne a la parte dolorosa de una pareja que se quiere pero no logra convivir felizmente, de una familia en la que se quiebra el bienestar afectivo a medias real, a medias aparente y, sobre todo, del proceso de crecimiento de un niño y un adolescente zarandeado por la ley de la vida: descubrir que no habita un edén, que vivir no es jugar con trenes eléctricos, que el mal y el infortunio forman parte del guion de toda existencia. Esto, más que una autobiografía ficcionada del director, es el tratamiento de una experiencia universal.

El cine. Es de sobra sabido, sin embargo, que Spielberg ha hecho, por fin, Los Fabelman, para contar sin apenas salirse de lo ocurrido el trauma de su vida: la separación de sus padres y lo que luego consideró su máximo error, inculpar a su padre de la ruptura y alejarse de él hasta bien entrada su edad madura. También para glosar la pasión de su vida, el cine, que como le dice a Sammy (su alter ego) su tío domador, en una de las varias secuencias memorables de la película, habría de enfrentarle a su familia y obligarle a escoger.

Esas emociones ni adornan una infancia edulcorada ni son las de un niño perpetuo: son las de un adulto que habla a otros adultos que, como él, sabemos de qué va la vida de verdad

Por eso, si la historia del cine empieza con un tren (Llegada de un tren a la estación, Louis y Auguste Lumière, 1896), la historia recordable de su infancia empieza en apretada síntesis –sus padres y él– ante otro tren, el de El mayor espectáculo del mundo (Cecil B. de Mille, 1952). Su primer tren, sí, y también el primer descarrilamiento de su vida. Junto al asombro gozoso, la primera tragedia. En familia.

No crea el espectador receloso que va a asistir, como teme de Spielberg por este inicio e indicio, a una melosa sucesión de homenajes al cine y a la cinefilia. Spielberg mostrará el cine, sí, como una pasión dominante, pero con toda la inocencia del mundo mientras el Sammy adolescente hace películas de varios géneros con cuatro duros. Pero, más tarde, se propone decir otra cosa: que el cine puede ocultar primero y mostrar después lo más doloroso –que su madre no es el ser ideal que todo niño cree– y que el cine –película de la playa– puede ser un instrumento de venganza y ajuste de cuentas. ¿O es una oportunidad de perdón y redención?

Un adulto. La pasión cinéfila puede ser una prolongación de la infancia y de la adolescencia. Un permanente jugar con trenes que descarrilan o se chocan, y producen asombro y emoción. Una considerable parte de la filmografía de Spielberg hace pensar en un hombre que no ha abandonado la niñez, y que desde una niñez sin fin ha observado muchas veces a pinceladas inevitables el dolor de la separación de sus padres. Con emociones simples e infantiles, que han dejado de interesar a una audiencia adulta.

Noticia: Spielberg se ha hecho definitivamente adulto a los setenta y pico años. Hay emociones en Los Fabelman –dos secuencias inolvidables entre Sammy y su madre, insuperable Michelle Williams–, pero esas emociones ni adornan una infancia edulcorada ni son las de un niño perpetuo. Son las de un adulto que habla a otros adultos que, como él, sabemos de qué va la vida de verdad.