Opinión

Azorín, a pan y agua

Los alucinados

24 octubre, 1999 02:00

En su primer pupilaje, como él dice, está casi a pan y agua. Azorín, que todavía no es tal, sino José Martínez Ruiz, que ha llegado ayer a Madrid por ferrocarril (sin el ferrocarril y su trazado radial hacia Madrid, no habría sido posible el 98: todos vienen de la periferia). El 98 no lo agavilla la teoría ni los historiadores ni la política ni el Modernismo ni el propio Azorín. El 98 lo agavilla el ferrocarril.

Arriba, en la mesa de su cuarto, ha dejado un panecillo, un cubierto, poco más. Desciende a la calle de Alcalá, barroquizada de crepúsculo y paseantes. Se llega hasta las puertas del teatro Apolo, en un entreacto humano que le deslumbra. Azorín ha encontrado un Madrid "de fluidez, de señorío, de modernidad". Valle Inclán, poco más tarde, encontrará un Madrid "absurdo, brillante y hambriento". Es el mismo Madrid y diríamos que la misma época, pero Madrid no existe. Sólo existe el Madrid que va viendo cada uno. Cada cual el suyo. No hay sino subjetivismo. Son modernistas, todavía románticos. Estas tríadas de adjetivos sobre Madrid nos anticipan el escritor que va a ser cada uno de ellos. Azorín, entregado a la fluidez, ganado por el señorío y la modernidad. Valle, en cambio, denuncia el absurdo de la gran ciudad (no ha encontrado su secreto, como Baudelaire, o va más allá de él). Valle acota un Madrid brillante, y en esto viene a coincidir con Azorín, a quien enceguecen los globos de luz del teatro Apolo. Donde Azorín ve "señorío y modernidad", Valle sólo ve hambre. Su tercer adjetivo es "hambriento". Madrid, ya digo, no existe. Sólo existe el Madrid que cada uno trae de su provincia delusiva.
Valle hará de Madrid el escenario del sinsentido humano, de la brillantez contrastante, del hambre de gloria y el hambre de pan. Azorín, afrancesado, fuerza una visión parisina de Madrid, la que él viene dispuesto a vivir, aunque arriba, en el pupilaje (pensión, casa de huéspedes) sólo le espere un panecillo zurbaranesco sobre la mesa, en el cuarto solitario y angosto. Siempre hemos sostenido que Madrid lo han hecho los escritores, de Quevedo a Baroja. Azorín, a pan y agua en su primer pupilaje (tendrá otros muchos, que la escasez es nomadismo), escribe una relación de todos los panes de Madrid, con sus calidades, características, tamaños, precios y figuras. El hambre, en el escritor, se transforma en erudición. Ya que no puede comer más pan, lo pinta, lo figura, lo escribe. Azorín trae a Madrid un proyecto muy concreto y real, al que fue fiel toda su vida. Sólo llega el que tiene escrito su destino (puesto que destino no hay) y le es fiel hasta la última palabra. Los del 98 son grandes singularidades, hombres con destino manuscrito, dispuestos a la conquista de la Puerta del Sol. Entre ellos no hay ningún madrileño ni podría haberlo. Para el madrileño, Madrid es lo consuetudinario (Ramón), los eventos que acontecen en la rúa (Mairena). El 98 es provinciano y cada uno de estos escritores vive de soñar Madrid, y luego de escribirlo, ya que no lo encuentra en la realidad. El Madrid de Azorín es un proyecto de elegancia, política, dandismo, silencio y teatros.

Ya en los pupilajes se levantaba al alba para escribir. Primero a mano, luego en una máquina de escribir. A mí me lo dijo en una entrevista en su casa, calle de Zorrilla, piso como de consulta de médico famoso de la literatura:
-Yo soy hombre de un folio diario.

Escrito el folio diario con su destino, libro o periódico, a Azorín le queda todo el día libre -ocupado- para mirar esas nubes que pasan, consultar libros difíciles, releer clásicos, enterar modernos, ir a todas partes, finalmente al cine, y por supuesto al Apolo que le deslumbró la primera noche.

Llega ese momento en que Azorín se hace la foto anarquista con pañuelo blanco al cuello, entre Arniches y la revolución. Es cuando escribe su Andalucía trágica, que el periódico correspondiente le corta a la mitad. Madrid no está para tragedias. Madrid es señorío y modernidad, como él lo había visto, sólo que en un sentido más profundo y cínico. Tras este camino equivocado, el escritor vuelve a su primer proyecto: dandismo en la ropa, dandismo en la prosa, dandismo que es escepticismo, indiferencia, hedonismo, juego literario. Desde Madrid mira Castilla, los pueblos, Valencia, París, el mundo, y todo lo cuenta como desde un alfar, con serenidad y lejanía, mientras hace sus alfarerías literarias. Sólo una vez, en una ocasión, escribe una avilantez: "Escribir con metáforas es hacer trampas". Está suprimiendo con una línea todo el Barroco español de oro. Pero esa línea sólo quiere decir que a Azorín nunca se le ha ocurrido una metáfora.

"Sensible limitado", le define Juan Ramón. "Azorín no coordina, no hila dos ideas", anota Azaña. Ya en el franquismo, le llevan a inaugurar el Salón Anual de Bellas Artes. Descubre una sala pequeña con una estatua ecuestre del Caudillo. Se mete en esa sala, con todo el cortejo detrás, e improvisa un insólito discurso sobre el destino de los pueblos regidos por hombres a caballo. Se principia por Maura, La Cierva, y se acaba por el dictador ecuestre. Queda muy lejos el pupilaje de pan y agua, que forjó un dandy feble, cuando el dandismo exige una bizarría casi militar.

En París, con bandera de Francia, sentado en un banco del Metro, deja pasar las guerras, como alegorías confusas que, cuando se borren, dejarán asomar otra vez la cultura, la estética, la palabra. Los exiliados españoles ilustres que llegaban a París, a quien se encontraban esperándoles en la estación era Azorín. Así el doctor don Teófilo Hernando y tantos otros. Azorín ha encontrado su postura, que ya nunca abandonará: el dandy silencioso, el hombre que va al cine ("el sombrero de Gary Cooper es extremeño"), el escritor del folio diario contra el alba ruidosa y clarísima de Madrid. Escritor sin estilo, pero sólo estilo. El arcaísmo o la palabra exacta, primorosa y obrera, de los manuales de los oficios que compraba en Moyano. "Acaricio el cerro del gato". Es perplejizante que el gato tenga cerro. Ni metáforas ni neologismos, porque no se le ocurrían. De la impotencia hizo un estilo propio: dandismo.

San Gabriel Miró, su milagroso paisano, trabaja el mismo secano levantino, pero Miró florece de palabras (fue mi primer premio literario el que lleva su nombre: a veces los jurados aciertan), es todo lo contrario de la sequedad azoriniana. Azorín, noble, silenciosamente arriesgado, presenta a Miró a la Academia. Miró no entra y decide morirse. "Las estatuas clásicas no quedan bien en un ataúd", escribe González-Ruano. Ruano intenta una entrevista con Azorín y tiene que inventársela. Cela también. Azorín pudo volver a España sin jurar ni prometer nada, como Baroja. Durante el tardofranquismo fue la encarnación/aparición del 98. No tenía pecados políticos. El dandismo es un juego a muerte. Azorín lo entendió sólo como un duelo a espada. Antes de morir dice una cosa definitiva: "La literatura está en el adjetivo".