Imre-Kertész. Foto. MKPK

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Primeros capítulos

Imre Kertész: "Hacer arte de Auschwitz es el reto más serio para cualquier artista"

Seleccionamos los mejores fragmentos de 'El espectador', el último tomo inédito de los diarios del Nobel húngaro que publica hoy Acantilado

20 enero, 2021 09:00

Superviviente de los campos de concentración nazis y Premio Nobel en 2002, la obra de Imre Kertész (Budapest, 1929-2016) es un alegato contra la crueldad del ser humano y por la defensa de su dignidad. Los varios volúmenes de sus diarios comprenden medio siglo de una vida extraordinaria y ofrecen un íntimo relato del pensamiento y de la obra del escritor húngaro. A Diario de la galera (Acantilado, 2004), el desgarrador testimonio de treinta años de aislamiento en la Hungría socialista entre 1961 y 1991, lo sigue La última posada (Acantilado, 2016), que contiene sus apuntes entre 2001 y 2009, período en que el escritor fue diagnosticado con la grave enfermedad que sufrió hasta su muerte. 

Ahora, Acantilado publica el último, tomo inédito en español, de esta particular trilogía, El espectador, que reúne sus notas entre 1991 y 2001. En estas lúcidas reflexiones de la última etapa de su vida el escritor examina el cambio de régimen político tras la disolución de la URSS, la descorazonadora deriva de Hungría en las últimas décadas y el papel de intelectual público que le fue imponiendo su creciente fama. Y, a medida que pasan los años y se despide de las personas más queridas, contempla el paisaje de la soledad y se prepara para partir.

Fragmentos de El espectador. Apuntes (1991-2001)

El continuo apremio por rendir cuentas, como si tuviera remordimientos; a todo esto no se sabe de qué habría que rendir cuentas. De mí mismo como objeto, como materia documental sobre todo. Un llamado «congreso» sobre la «convivencia judeo-húngara». Una mañana agobiante en la que tuve que leer en voz alta mi redacción de siete páginas escrita para la ocasión. El hecho de que Auschwitz sólo pueda pensarse con la ayuda de la imaginación estética no suscitó ninguna inquietud ni ningún asombro entre los oyentes. A la consideración de que Auschwitz supone un trauma para el espíritu europeo comme il faut y que el mito, concretamente el mito europeo, ha quedado en entredicho por causa del antisemitismo, alguien intervino de una manera un tanto precipitada afirmando que eso es optimista por mi parte, puesto que en Europa también existe el antisemitismo. Para dar una mejor idea de las dimensiones de la cosa: M. K. (una mujer), en respuesta a mi frase (parafraseando a Adorno) de que después de Auschwitz sólo es posible escribir poemas sobre Auschwitz, me pregunta si está permitido, ¿no es cierto?, escribir también poemas sobre el amor, y añadió que ella, antes de venir al congreso, escuchó por la mañana, en casa, algo de Mozart. Así es. La estupidez del mundo que me rodea como un edredón asfixiante, como un edredón embutido en una funda grande a cuadros blancos y azules y adecuado para un catre de hierro en la cocina (con el que en mi infancia se arrebujaban las criadas), me tapa la cara, los ojos, la boca y me asfixia. La idea de una actividad creativa es como jadear en busca de aire; escribir como quien nada hacia la orilla después de un naufragio. (Probablemente no la alcanzará, pero al menos nada).

Siempre he tendido, como ahora, a sentirme un cualquiera que en cierto sentido no ha escatimado el esfuerzo, sobre todo en lo que respecta a la verdad: es todo lo que estoy dispuesto a creer sobre mí mismo, y no sólo para no perder mi humildad. Otra cosa muy distinta es mi soberbia profesional… Sin embargo, mi sentimiento básico es el de asombro cuando me ven tal como soy probablemente, aunque no desde mi propio punto de vista. Como aventura vital es, no obstante, suficiente; nunca, ni por un instante, me he aburrido; y mientras mi mente se mantenga intacta, tampoco lo haré en el futuro.

La vestimenta intelectual que llevo puesta es solamente el producto de mi incomparable capacidad de imitar (y de mi disposición a ello). Habría que añadir que otros ni siquiera poseen este talento imitatorio y, sobre todo, carecen de la necesaria seguridad a la hora de elegir a quién y qué imitar. En segundo lugar, existe una originalidad primigenia, pero no para mí; para mí, la verdadera originalidad no reside en la creación de formas, sino a lo sumo en la originalidad de la voz, de la risa.

Con La bandera inglesa los he ofendido profundamente: en concreto, por el hecho de haber pasado en silencio los treinta y cinco años transcurridos entre 1956 y el presente; para ellos, esos treinta y cinco años son su vida; sin embargo, desde el punto de vista de la historia y de la psicología nacional, esos treinta y cinco años han sido en realidad años de silencio, de ocupación, de asfixia, de anticreatividad, de estado de inconsciencia después de que una nación fuera apaleada y quedara medio muerta. Algún día alguien lo reconocerá… Escribo todo esto como si (en el fondo) me importara. Al salir del acto organizado por la embajada austríaca que se celebró en el restaurante Gundel me quedé perplejo al ver la recién reformada pastelería de enfrente. Una obra del modernismo, con su puentecillo, sus lámparas, su terraza, sus sillas blancas, la paz de antaño… Y se apoderó de mí una sensación de mareo, de nostalgia empañada en lágrimas de la muerte. Sin duda, en ese lugar volverá a empezar la vida que para mí acabó en 1948. Miré alrededor como un mendigo ante las puertas de un palacio. A mí me quitaron todo; en parte lo hizo el mecanismo infernal, el tiempo con su tictac imparable y natural, pero en parte también la desgracia del genius loci con el que resulta difícil, mucho más difícil conformarse. No se puede vivir la libertad donde hemos vivido como esclavos. Debería irme a algún sitio, muy lejos. No lo haré. Entonces debería volver a nacer, metamorfosearme… ¿en quién, en qué?

Morir a tiempo, pero vivir hasta las últimas consecuencias: así suena el rezo.

Sé digno de ti mismo.

El país vive actualmente la experiencia generalizada de verse marginado del futuro. ¿A quién pertenece el futuro? Muy pocos están seguros de que a ellos. Ya empieza a sentirse la nostalgia por un pasado indefinible; los hombres, como si acabaran de salir de un bosque oscuro donde, sin embargo, se sentían en casa aunque fuese un hogar provisional y donde aprendieron a manejarse con la angustia y a alimentarse de raíces y de bayas, cobran conciencia de haber dejado atrás esa sombría pero entrañable aventura, pues de repente han llegado a un amplio claro y no sólo desconocen el camino, sino que allá dentro, en la espesura, han olvidado incluso lo que es el tiempo: brilla otro sol, soplan otros vientos, entran en un mundo desconocido. En ese punto de inflexión psicológico tratan de salir adelante como pueden o se vuelven hacia la oscuridad, hacia la espesura. Yo veo regresar la Budapest de mi infancia. La ciudad, a pesar de sus espantos, empieza a ser interesante. Y me embarga la sensación de haber llegado tarde, de pena por el tiempo desperdiciado.

La línea incierta de la crónica, la franja temporal. «¿Cuándo vivimos el presente?». La importancia de los hechos también es mera apariencia; es decir, sólo más tarde, después de décadas muchas veces, se descubre qué pertenece a ese particular material de construcción con el que se construye nuestra alma. Una de estas noches, cena con alemanes. El hombre de negocios alemán que en cuestión de segundos establece relaciones económicas que abarcan todo el mundo casi se paraliza cuando se alude a la cultura de su país. No conoce a Thomas Mann; no conoce a Nietzsche. No conoce ni siquiera de nombre a los escritores contemporáneos alemanes más señeros. Considera importante la visión global sociológico-económica y no le molesta que la filosofía se vaya al garete. Ay, dónde están los patricios de antaño, aquella gran burguesía que cultivaba como un deber la relación con el intelecto. El fin del mundo como incultura absoluta. La relación con el mundo: explotar, disfrutar y asesinar o, lo contrario, ser marginado, consumido y asesinado. El mundo como objeto del fervor; esa postura emocional o, más bien, cultural se perdió hace tiempo.

El importante y buen consejo de Sándor Márai: entra todos los días en contacto con la grandeza, que no pase un día sin que hayas leído unas líneas de Tolstói, o hayas escuchado una de las grandes piezas musicales, o hayas visto un cuadro o al menos su reproducción. No olvides el sueño que ha renacido. Una misteriosa y profunda corriente del Golfo dirige mi vida; sólo soy, sólo existo en el sentido profundo y feliz de la palabra cuando percibo su flujo.

Anoche pasé largo rato tratando una y otra vez de imaginar mi inexistencia. La nada subjetiva. Casi llegué a sentir cómo me escurría de mi cuerpo, pero luego nada… En cuanto abandono la envoltura, todo se acaba. Estoy atado a vida o muerte a mi cuerpo, y este lugar común resulta casi increíble. Si la imaginación, la capacidad imaginativa implica un contenido y una duración trascendentales, anteriores a nuestro tiempo subjetivo, ¿por qué no es también ella trascendental, por qué se extingue en el momento de nuestra desaparición física? Si no «recordamos» el estadio posterior al deceso, entonces tal estadio no existe, ni siquiera en su forma más espiritual. Sí «recordamos», en cambio, el pasado de la «humanidad»; es más, incluso lo vivimos. ¿Quiénes somos? ¿Qué es el individuo? Si las culturas antiguas lo sabían mejor que nosotros, ¿de qué manera hemos de valorar el camino de la «humanidad» hacia la llamada ilustración, la autodivinización y la consiguiente civilización tecnológica? ¿Como proceso de estupidización? ¿Como suicidio? ¿Como desviación del camino verdadero? Pero ¿cuál es el camino verdadero? Vivimos en el pecado y en la ignorancia. El pecado y la ignorancia son nuestra ley. Es posible que el pecado y la ignorancia sean la vida misma. De ser así, sin embargo, ¿cómo surge en mí este saber y por qué he de vivir en esta esquizofrenia? ¿Quién me pone a prueba? ¿Quién quiere esta experiencia ambigua y por qué? ¿Para obligarme a mí a comprender o para que él sepa algo?

Ninguna experiencia interior, ningún conocimiento puro, ningún momento de claridad; no hago más que soltar roncos respiros en lo más hondo del infierno… En esto consiste mi existencia intelectual y física. Vuelvo a anhelar las visiones, los estados de ánimo preñados de vivencias, como para volver a colmarme de los dulces dolores de la vida. Me pregunto si nuestra vida no avanza en el fondo hacia la revelación o, dicho de otro modo, hacia una enunciación, si toda esta falta de realidad, esta pieza de guiñol que es la vida y cuyo carácter vacuo resulta ya innegable no es quizá el sistema de signos visible y perceptible de alguna admonición más profunda; me pregunto si no habría que extraer de allí algún saber más hondo que presente la falsedad de la vida quizá como un escalón al que hemos de subir para ver algo distinto, algo más o algo menos, pero en todo caso una perspectiva nueva. Es inconcebible que el tiempo no sea para progresar en él, es inconcebible que avancemos y que no se trate de un avance rumbo a algún destino. La vida humana es un ejemplo evidente de todo ello. El tiempo deviene en revelación. Es inconcebible que la muerte no enseñe nada a nadie. No obstante, también es posible que ante nuestra mirada se deshilache (se haya deshilachado) el velo de una cultura y que de repente podamos ver muy lejos, directamente a la nada. Sin embargo, esto no puede ocurrir sin que surja de allí una vivencia religioso-cultural.

Soy un escritor húngaro en la misma medida en que Kafka puede considerarse un escritor alemán o Spinoza un escritor latino. No es una constatación existencial y resulta por tanto una constatación superflua. Aun así, mi llamado destino como escritor está determinado por el hecho de escribir en húngaro, pero no ante un horizonte húngaro; mi superfluidad me ha dado alas para alcanzar ése, pero tan pronto como me he acercado a él, me he encogido, me he quedado sin palabras.

La recepción de mis obras en el extranjero demuestra hasta qué punto me han aplastado aquí, donde vivo. ¿Me arrepiento de ello? No me arrepiento de nada, he bajado hasta el fondo más profundo del infierno, y no exagero; me he vuelto un «gaitero», pero ahora he de ir más allá; ya sólo quiero tocar música para quienes la aman y la entienden, y además he de cuidar mi instrumento y mi garganta y mis dedos mientras sean capaces de sacar algún sonido del instrumento.

Cioran es extraordinario, a veces brillante; pero en sus palabras siempre percibo el sollozo del niño profundamente ofendido que se pone a la defensiva. Conozco demasiado bien el pesimismo preventivo para que escape a mi atención, y el satanismo surgido del agravio y de la angustia en el fondo me aburre; sólo veo verdadera grandeza en la aceptación omnisciente, en un «a pesar de todo» que conozca todas las malas experiencias y haya recorrido todas las negatividades…

Imagino una teología nueva, moderna, que no sería más que una ciencia que recoja todas las malas experiencias de la creación y cuyo lenguaje, sin embargo, esté impregnado de algo así como un estilo divino, de un contrapeso metafísico, pero sólo como arte, no como argumentación articulada. «¿De qué me estás hablando? —preguntaría entonces K., el escritor—. Tú escucha la Pasión según san Juan».

 «Sí—le respondería yo—, pero Bach aún no conocía Auschwitz, sólo el infierno».

La célebre observación de Adorno sobre las posibilidades de la poesía (del arte) después de Auschwitz demuestra que no ha entendido nada, ni de la cosa en sí (Auschwitz) ni de la creatividad humana, y menos aún de la relación entre ambos; y esta incomprensión es la del moralista que siempre se toma los asuntos demasiado en serio, de tal manera que primero es preciso mondarlos, quitarles la seriedad moralizante para poder tomarlos verdaderamente en serio. Hacer arte de Auschwitz supone el reto más serio para cualquier artista, y pienso en Beethoven, o en Tolstói, o en Rembrandt: seguro que ninguno de ellos habría sido capaz de resistirse a semejante desafío, y habrían podido encontrar el juego que santificara la cosa (Auschwitz), así como habría creado una forma eterna en el espíritu del arte para alegría de los hombres, una alegría impregnada de duelo.

Últimamente me topo a menudo con la frase de Wittgenstein (citada, ya que en los últimos tiempos frecuento poco sus libros), según la cual quien no se conoce a sí mismo no puede ser un «gran hombre». No salgo de mi asombro ante tan apodíctica frase, pues ¿quién se conoce a sí mismo? Ni siquiera puede decirse de Wittgenstein, esa gran mente. Mi ideal es a lo sumo cierta independencia de los juicios externos y el conformarme con mis propias pobres posibilidades; eso sí, llegando hasta los últimos límites de estas posibilidades; eso es todo cuanto depende exclusivamente de mí…

Hoy, en medio de un ataque de taquicardia, se ha apoderado de mí la profunda tristeza de los condenados; cada vez más síntomas, cada vez menos posibilidades de aplazamiento, te estás muriendo y aún no has acabado tu tarea; tal vez te hayan condenado a muerte por eso, tal vez sea ése tu pecado, el haber creído, mientras podías, que vivirías eternamente.

Como los grandes románticos, también yo puedo decir que mi corazón late con fuerza; lástima que en mi caso sólo ocurra por causa de la taquicardia. Sin embargo, basta una mirada a mi escritorio y al jardín revuelto al otro lado de la ventana para que de pronto me invada la alegría: sé feliz mientras vives, pues sólo la alegría es digna del ser; de lo contrario vegetarás indignamente…