Image: La errancia

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Poesía

La errancia

Jorie Graham

11 octubre, 2007 02:00

Foto: Archivo

Trad. J. Jiménez Hefferman. DVD. Barcelona, 2007. 314 pp. 14 euros

Cosas de la literatura: algunos de sus recursos técnicos exhiben un favoritismo flagrante por ciertas lenguas. Sobre la inglesa corre el rumor de que nació con vocación de monólogo interior. Predisposiciones innatas aparte, es indudable que ha recibido un adiestramiento de elite en la materia: la maestra Woolf, el maestro Joyce, la entrenaron para (literalmente) leer el pensamiento.

En La errancia, Jorie Graham (Nueva York, 1951) demuestra que la eficacia del inglés en la expresión de nuestras conciencias e inconsciencias no es patrimonio de la prosa. Estos treinta y siete poemas se leen como otros tantos monólogos interiores de una mente que no es necesariamente la de Graham: Anna Ajmátova ("Pequeño réquiem") o una Eurídice sumida en el infierno moderno ("Albada del final del progreso") se asoman al yo proteico de una poeta que, como Whitman, contiene multitudes.

Los niveles de conciencia de esta errancia poética son territorios sin ley, pero con un orden severo: los versos crecen desmesuradamente, se rompen dramáticamente, pero no es ésta una libertad arbitraria o despótica, sino sometida a la producción de significados más allá de lo verbal. Casi surrealista, "el corazón/ justo en el centro de la esbozada corriente de las hojas/ húmedo y caliente en el cero del simulado ascenso escalonado de las hojas póstumas/ el corazón" ("El ángel custodio de la vida privada") delimita, también visualmente, un espacio propio, autónomo, autocontenido, que se abre en un corazón y se cierra en otro.

Demasiado inteligente para ceñirse a un patrón formal, Graham es poeta de versos astutamente prolongados hasta el margen derecho de la página, casi indistinguibles de la prosa ("Segura de que el no-lugar nos hará ganar tiempo"), de un hermetismo amenazante (ese críptico "Lo que queremos que pase es la ley en su ropa de cosas" en "Pesos y medidas misceláneos"), nos sorprende con dicciones ingenuas, simples: "Me he puesto mi abrigo hace frío. / Es una prenda externa./ Basta, de lana./ De origen desconocido" ("Le manteau de Pascal"). O se decanta por un léxico escandalosamente apoético (si es que tal cosa existe): "Entonces fue la sensación de un aterrizaje vectorial, muy rápido" ("Contra la elocuencia"). O diserta sobre cuestiones de botánica como lo haría… un botánico ("Le manteau de Pascal"). Extraordinarias anomalías de un espíritu cosmopolita, irreverente, admirablemente culto, que parece conocerlo todo, saberlo todo. Graham reescribe a Shakespeare según Eliot -"No son perlas pero tampoco ojos" ("Inundación", 5)-, a Eliot mismo en un "Venga, vámonos" ("La sombra de Pedro", 2) que evoca a Prufrock, también en esos "(¿quién anda ahí?) (¿qué oyes?) (¿qué oyes?) (¿todavía/ estás ahí?)" ("Contra la elocuencia") que nos retrotraen a su Tierra baldía, o los trece pájaros negros y cubistas de Stevens ("Girando"). Graham incluso adopta los modos de las artes plásticas en sendas piezas "Sin título" o utiliza la de Piero della Francesca como palimpsesto de su propia obra ("Albada de la mañana de Pascua"). Y, muy socráticamente, dialoga con otros para pensar por sí misma (con Deleuze en "El ángel custodio del enjambre", con Levinas en "El ángel custodio del pasillo" o "Emergencia"). Todo lo domina, todo es suyo.

Agresiva en su belleza, la poesía de Graham es insulto a la mediocridad, profundidad insondable. Desengañémonos: no hay muchos seres humanos en este superpoblado planeta nuestro capaces de concebir un poema titulado "Cómo encaja el cuerpo en la cruz". Julián Jiménez Heffernan la traduce magna cum laude. En edición bilingöe. A la pregunta de si merece la pena leer La errancia, sólo cabe responder con la gloriosa palabra que remata el monólogo interior de Molly Bloom como colofón de Ulises: sí.