Image: Nuestros hijos volarán con el siglo

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Novela

Nuestros hijos volarán con el siglo

Juan Pedro Aparicio

13 diciembre, 2013 01:00

Juan Pedro Aparicio

Salto de Página. Madrid, 2013 302 páginas, 18'70 euros

Juan Pedro Aparicio (León, 1941) utiliza como protagonista de su nueva novela a don Gaspar Melchor de Jovellanos, el intelectual dieciochesco que, al igual que otros ilustrados, puso todo su empeño en la necesaria modernización de España con multitud de escritos, discursos, informes y actuaciones que chocaron casi siempre con el muro de la incomprensión de los poderosos, la intransigencia cerril, la calumnia, la persecución y hasta la cárcel. Se trata de una de esas figuras que nos obligan a reflexionar sobre las oportunidades perdidas que jalonan nuestra historia y que parecen dar la razón a los desolados versos de Lope: "¡Ay, dulce y cara España, / madrastra de tus hijos verdaderos, / y con piedad extraña / piadosa madre y huésped de extranjeros!".

La historia se sitúa en 1811, durante los últimos días de vida de Jovellanos, viajero en el Volante, un modesto quechemarín vizcaíno repleto de gentes que pretenden ir de Gijón a Ribadeo, huyendo de las tropas napoleónicas. Un duro temporal, con lluvia incesante, vientos fortísimos y olas que zarandean peligrosamente la embarcación le impiden acercarse a la costa, y sólo después de una semana de penalidades logran los viajeros desembarcar en Puerto de Vega, de la parroquia de Navia.

En líneas generales, el relato es fiel a los hechos que conocemos de esa última semana de Jovellanos antes de fallecer en Vega. La aglomeración de personas en el reducido espacio del quechemarín permite al narrador -con la voz del propio Jovellanos- ofrecer nítidos retratos de distintos personajes que forman una especie de microcosmos representativo de la sociedad española: el fiel amigo Pedro Valdés y su secretario Woreck; Vallepuga, funcionario de la Real Aduana; el capitán Sertucha -de indescifrables intenciones-, Atilano y su titirimundi exaltador de un pasado heroico; don Francisco, intransigente familiar de la Inquisición, que viaja con su sobrina… Jovellanos rememora su vida, recuerda las palabras de Cabarrús ("llevamos siglos necesitados de instrucción y sobrados de adoctrinamiento") y mantiene la esperanza de reunirse en Ribadeo con la viuda Ramona -que acaso podría colmar una ilusión secreta del escritor- y embarcar luego hacia Londres, donde tiene asegurada la cordial acogida de lord Holland.

Si el conjunto de personajes agrupa diversos estamentos sociales, el viaje en que Jovellanos reconstruye mentalmente su existencia -su infancia, sus trabajos, su actuación en la Junta Central, sus desavenencias con Godoy, su encarcelamiento en Bellver- se basa en la antiquísima imagen de la vida humana como navegación por un mar proceloso y lleno de peligros en la que no todos consiguen llegar a puerto. En una segunda parte brevísima, la acción se traslada al Londres de 2012, con la historia de un joven español que acude a la capital británica para dar clases y seguir con la novela que escribe sobre Jovellanos. Aparte de proporcionar algunos datos acerca de lord Holland, este segundo relato me parece del todo innecesario y desvaído, y más cuando Carlos, el joven autor, pretende ilustrar a los lectores sobre el sentido de la novela que está escribiendo: "En mi libro quisiera que el barco en el que huye [Jovellanos] fuera como el símbolo de aquella España" (p. 190). El tenso relato de la travesía narrado por Jovellanos era más que suficiente para justificar el libro.

El peligro de instalarse en una voz narrativa de hace dos siglos es el uso posible de términos o giros inapropiados: Jovellanos no puede decir en 1811 "empatía" (p. 32), ni entonces se utiliza el giro "a tenor de" (pp. 57, 119) con el sentido desviado que tiene hace apenas medio siglo. Tampoco Jovellanos hubiera dicho ni escrito jamás "retomar el vigor perdido" (p. 96) por ‘recobrar', ni "pulsión" (p. 96) por ‘impulso', o "¿qué opciones tenemos?" (p. 110) por ‘posibilidades'. El adjetivo "coaligada" es otra apresurada acuñación reciente, imposible en el lenguaje de 1811.

Estos anacronismos idiomáticos rechinan en el texto, pero no disminuyen el interés del relato primero -el de la travesía marítima-, narrado con pericia y que apunta a cuestiones esenciales de nuestra historia.