Image: El tiempo de los emperadores extraños

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Novela

El tiempo de los emperadores extraños

Ignacio del Valle

9 noviembre, 2006 01:00

Ignacio del Valle. Foto: I.D.V

Alfaguara. Madrid, 2006. 386 páginas, 19 euros

Esta novela, aureolada por indicios de éxito editorial, ofrece características propias del bestseller: es una historia de crímenes atroces, se desarrolla en un ambiente tenso y opresivo, en el gélido invierno de la estepa rusa, y, por si fuera poco, introduce otros elementos muy explotados por cierto tipo de literatura: violencia, ritos masónicos, personajes de oscuro pasado y otros ingredientes funcionalmente análogos. La historia se desarrolla en el invierno de 1943, durante la campaña del ejército alemán en Rusia, y está centrada en un regimiento español de la División Azul. El autor ha hecho un esfuerzo por reconstruir un ambiente que no pudo conocer directamente, al contrario de lo que sucedía con escritores como Carlos M. Idígoras en Algunos no hemos muerto, o con Tomás Salvador en División 250, ambos excombatientes de aquella campaña. Ha tenido que valerse de historias de ficción y reportajes diversos para dar una sensación de veracidad en descripciones y diálogos. Incluso un personaje es una transparente contrafigura de Dionisio Ridruejo. Su esfuerzo es encomiable, la narración se desenvuelve con relativa fluidez -aunque sobren informaciones reiterativas, sólo útiles para lectores desatentos-, pero los resultados no pasan de discretos. Hay en su reconstrucción acronismos continuos. Es difícil aceptar que, en 1943, a un personaje que mira a una muchacha le parezca "estar contemplando a la mismísima Ava Lavinia Gardner" (pág. 153), cuando la actriz se dio a conocer cuatro años más tarde, o que un soldado exprese su aspiración a "irme de vacaciones, ganar los catorce" (pág. 310), si se tiene en cuenta que las quinielas comenzaron en 1946. En el terreno idiomático, los deslices son abundantes. El sargento Espinosa no puede decir en 1943 "con suerte resolveríamos todo el marrón de una manera burocrática" (pág. 89), porque esa acepción de "marrón" ha surgido hace muy pocos años. Lo mismo cabe decir de "lo que más les gusta es que todo cuadre, les pone mucho" (pág. 98) o "eso también les pone" (ibid.) con el mismo sentido reciente y coloquial de "poner", inexistente en 1943. Y podrían añadirse usos como "dar puerta" (pág. 205), la fórmula "usted mismo" (pág. 85) para significar algo así como ‘decida usted’, o el cansino anglicismo "es tu problema" (pág. 318), difundido hasta la náusea por los malos doblajes, que ha conseguido desplazar al giro autóctono "es cosa tuya". La mezcla de sincronías lingöísticas pulveriza la reconstrucción histórica.

Pero también hay un extraño maridaje de registros idiomáticos. Junto a errores gramaticales, como "apenas se dignó a mirar" (pág. 318), usos rechazables, como el omnipresente "apercibirse" por percatarse, darse cuenta (págs. 106...), o fórmulas inertes ("Arturo se mosqueó un poco", pág. 121), se advierte con frecuencia un intento de hallar expresiones
inesperadas y novedosas, que suelen resultar de barroca formulación, y
a menudo desafortunadas. Arturo
Andrada, el soldado elegido para
desentrañar los crímenes, medita "sumiéndose de nuevo en un yo reflexivo" (pág. 197). Y al redactar un informe "mojó su lógica en los diferentes pigmentos del razonamiento" (pág. 226). Para decir que un personaje da sucesivas muestras de agresividad, se afirma que "no dejaba de hacer muescas en la culata de su permanente mala hostia" (pág. 308). Junto a esto, resulta curioso que el conductor de un camión "aceleraba como un poseso para salir a uña de caballo de aquel avispero" (pág. 196). O que la interjección "joder" proferida por Arturo sea calificada de "juramento" por el narrador (pág. 248). La novela será bien acogida por lectores de obras convencionales con tendencia al folletín, a pesar de su final precipitado e insatisfactorio. Pero en el debe del escritor, del prosista, se acumulan demasiados descuidos que erosionan cualquier mérito.