Image: Mala gente que camina

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Novela

Mala gente que camina

Benjamin Prado

4 mayo, 2006 02:00

Benjamin Prado. Foto: Carlos Miralles

Alfaguara. Madrid, 2006. 432 páginas, 19’50 euros

Como cabía esperar de un narrador ya experimentado que es, además, un solvente escritor, Mala gente que camina es una novela interesante, bien compuesta y propia de quien considera la literatura algo más que un simple jugueteo verbal o un entretenimiento intrascendente.

Juan Urbano -personaje menos común de lo que su nombre parece sugerir- es un profesor que prepara una conferencia sobre Carmen Laforet, a la vez que planea un ensayo sobre la literatura narrativa en los primeros años de la posguerra franquista. Tropieza con algunas referencias a una escritora llamada Dolores Serma, al parecer amiga de Carmen Laforet y autora de una extraña novela casi inencontrable titulada óxido. La reconstrucción de esta figura, las indagaciones bibliográficas que la perfilan, el hallazgo, lectura e interpretación de óxido por parte del investigador, son acaso el componente más sólido de la novela, y recuerdan, en cierto modo, la forma en que Max Aub, apoyándose en testimonios falsos ofrecidos como verdaderos, dio vida a la figura del inexistente pintor catalán Jusep Torres Campalans. Pero, en el caso de Prado, la creación del personaje de Dolores Serma no es el propósito esencial de su novela, sino un medio para sumergirse en una época tenebrosa de la vida española y desembocar en cuestiones tan graves como las delirantes teorías genésicas amparadas por el nuevo régimen y el drama terrible de la entrega a manos ajenas de niños huérfanos o arrancados a sus madres "rojas" por parte de quienes tenían en sus manos la política asistencial de los vencedores. Una creación "libresca" -la de una falsa escritora rodeada de escritores reales, como Laforet o Delibes- da lugar a un desarrollo también libresco, puesto que el autor acumula noticias y datos procedentes de libros de historia (R. Vinyes, J. Claret), reportajes y memorias (A. Cenarro, J. Martínez de Bedoya) o testimonios de víctimas y militantes izquierdistas, como Tomasa Cuevas o Juana Doña. El esfuerzo de reconstrucción es considerable, aunque el autor no sale indemne por completo al sumergirse en unos años que, por su edad, no le son familiares. Hay pequeños desajustes y errores, como nombrar a "Francisco Bahamontes" (p. 66) para referirse al ciclista Federico Martín Bahamontes. Menos disculpables son afirmaciones tajantes como la de asegurar (p. 45) que escritores como Luis Romero y Manuel Pombo Angulo sólo publicaron dos novelas cada uno (conozco más de seis novelas de Luis Romero, además de libros de relatos, crónicas históricas y ensayos, y otras tantas de Pombo Angulo). Tampoco es exacto que Rosa María Cajal sólo publicó las dos novelas que se citan. Habría que añadir, al menos, la titulada Primero, derecha y las que editó bajo el seudónimo de "María Martí", como Una alondra en la casa. El entusiasmo de neófito con que Prado acumula títulos y nombres es tal vez excesivo, porque muchos datos resultan sobradamente conocidos, y las largas enumeraciones parecen más propias de cuadros cronológicos en ediciones didácticas de textos que de un discurso narrativo. El calibrador para enjuiciar autores y obras es siempre de naturaleza política, y el lector deberá determinar si las categorías de "derecha" e "izquierda" de hoy son aplicables sin más a escritores que alcanzaron su cúspide hace más de un siglo.

Curiosamente, lo más valioso de la novela de Prado es lo que tiene de novela, de ficción, con la creación de ese narrador un tanto presuntuoso -cuyo discurso desenfadado y lleno de comparaciones inesperadas lo aproxima en ocasiones al Marlowe de Chandler-, que pone todo su empeño en desentrañar el misterio de Dolores Serma. También están adecuadamente perfilados los personajes de la madre, la ex esposa o el matrimonio Lisvano. Es la acumulación excesiva de datos, muchos de ellos reiterados, lo que enturbia un tanto la nitidez del relato. Y también usos idiomáticos erróneos, como "punto y final" (p. 50), "hacer aguas" (p. 261, por "hacer agua", que es algo muy distinto), así como numerosas falsas concordancias castellanas: "la persona que la hacía compañía" (p. 383), "le pregunta a varios serenos" (p. 128), "recomendarle a mis alumnos" (p. 212), "darle a los pobres" (p. 279), etc. Para no hablar de algunas contaminaciones del peor lenguaje burocrático: "Su mujer lo acompañó a esas ciudades, pero sólo a tiempo parcial" (p. 190; también 308).